I
“La primera regla del club de la pelea es que no se habla del club de la pelea…”
No hace mucho tiempo presencié una pelea vial donde dos conductores arreglaron sus diferencias a golpes; también me ha tocado ver chicos y chicas de una secundaria cercana a casa intercambiar puñetazos en calles aledañas. Curioso, pensaría que, con las nuevas tecnologías y los ataques en redes virtuales, los madrazos físicos disminuirían. Todavía recuerdo que mi primer tiro fue en la primaria. Por razones que tal vez cuente en otro momento, fui adelantado en la escuela y, por ende, siempre fui el más chiquito en edad, y en tamaño tampoco destacaba. Por ello, fue épico cuando enfrenté a un bravucón mayor que yo. No hay espacio para los detalles, pero todavía viene a mi mente ese sentimiento de superioridad, quizás primitivo, de intercambiar unos torpes golpes, darlos y recibirlos, como en una especie de diálogo. Poco importó que después hubiera llorado en la oficina del director buscando piedad para que no llamaran a mi madre, el sentimiento de responder al heroísmo era mayor, lo que me colocó en un punto respetable en la escala evolutiva llamada sistema educativo mexicano.
Resulta curioso que alguien con una conciencia humanista hable de esta manera y no promueva los métodos civilizados. Parafraseando a Julio Cortázar, a veces hay más entendimiento entre dos que se agarran a trompadas que entre los demás que miran de lejos. Quizá ese sea el éxito de la novela El club de la pelea (Fight Club) de Chuck Palahniuk, publicada en 1996. Tampoco se puede olvidar la adaptación al cine por parte de David Fincher y el guionista Jim Uhls en 1999, que, pese al fracaso en la taquilla, se convirtió en una película de culto. De hecho, ese fue mi primer acercamiento a la obra, después de fascinarme en la pantalla, leí el libro.
Chuck Palahniuk cuenta que parte de la idea surgió por un incidente vecinal: “Por entonces yo llevaba un tiempo con un ojo morado, souvenir de una pelea a puñetazos durante las vacaciones de verano. Ninguno de mis compañeros de trabajo me había preguntado nunca por ello, así que supuse que uno podía hacer cualquier cosa en su vida privada con tal que te dejara tantos moretones que nadie quisiera conocer los detalles”.
Ahora bien, la historia de un godín con insomnio (como muchos de nosotros) que funda un club donde un grupo de hombres liberan el estrés cotidiano a través de peleas, y cuyo componente competitivo queda anulado en aras de alcanzar una liberación y comunión espiritual, para después escalar en un verdadero grupo con ideas anarquistas, no busca promover la violencia per se, sino que nos plantea dilemas más complejos. Sobre todo, los relacionados con el capitalismo y el consumismo desmedido, así como cuestionar la noción de masculinidad y los estándares de belleza occidentalizados, la cual no ha cambiado mucho desde ese entonces. ¿Cómo una historia de este tipo sigue tan vigente y acumulando fans a lo largo del mundo? Pues creo que ha alcanzado un estatus de clásico, los cuales, en palabras de Ítalo Calvino, no han acabado de decir lo que tienen que decir. Todavía vivimos en una sociedad que nos promete la gloria y éxito, la fama y el dinero, no va a pasar y estamos muy enojados.