J. LUIS CARVAJAL
Cuando uno googlea a Luis Eduardo García, lo primero que aparece no es su obra poética, sino su papel como organizador del archivo digital Poesía Mexa. Aunque trivial, este dato pone de relieve su labor al frente de un colectivo que se ha fortificado frente a la inhóspita intemperie del mercado literario mexicano. No deja de ser sintomático que el grupo utilice el adjetivo “mexa” como emblema. Si bien la palabra designa, originalmente, una especie de orgullo mexicano frente al extranjero, estos poetas “mexas” se alejan con desenfado del patrioterismo oficial para construir una patria propia (íntima y subversiva) en torno a la escritura poética. Lo “mexa”, en ese sentido, indica una voluntad individual por deconstruir lo mexicano, para fortificar los vínculos con la comunidad, la tradición y la cultura, a través de la diferencia, la disidencia, el juego, la ironía poética.
“La patria está hecha de lenguaje. Si infectas el lenguaje todo se destruirá”, escribe Luis Eduardo García en su libro Dighavostov (Luzzeta, México, 2018), una frase irónica, si consideramos que el libro habla sobre una ficticia ciudad rusa que está al borde de la extinción y se aferra a su memoria, al recuerdo idílico de los “hombres y mujeres” que “trabajan en los sembradíos, en las construcciones, en las fábricas”. Una ciudad donde “Todos sonríen” y “un hilo celeste los rodea”, a pesar de los indicios del fin: ese cielo donde “tal vez encuentres mordeduras”, o el espíritu de esa agua que tarde o temprano alguien llenará de solventes. De hecho, nunca llegamos a saber si Dighavostov ya fue destruida o está a punto de ser arrasada por una especie de virus, que “primero resplandece y después / se pudre sobre las hojas”.
Conforme avanza la lectura, es inevitable evocar el desastre nuclear de Chernobyl o la temible Zona que describe Tarkovsky en su película Stalker. Guiada por el poeta/stalker, nuestra lectura se interna entre los escombros de Dighavostov, para ver cómo “el liquen destruye desde adentro”, mientras uno camina entre bacterias mordedoras, animales despellejados, tumbas con flores azules, caballos que asesinan bebés a mordiscos. Algunas imágenes son sobrecogedoras, pese a sus disfraces semánticos: “Unos pocos retienen el liquen. Los demás comemos cieno. Hacen malabares con dientes de uranio, brillan con zapatillas de platino”. Incapaz de describir ese apocalipsis, el autor le suplica a uno que “inserte bombardeos. Inserte un camino de cuerpos macerados”. Evadiendo el dramatismo implícito en el tema, Luis Eduardo García opta por una irónica melancolía, porque, como afirma Zbigniew Herbert, “Si perdemos nuestras ruinas nada nos quedará”.
Dighavostov es, por tanto, una especie de fábula, una “hermosa maqueta” que oculta algo más profundo. “Basta con decir poeta de Europa del Este para que te conmuevas. Imaginas los gulags, los pogromos, las bombas, los cuerpos famélicos cayendo en los bosques”, escribe Luis Eduardo García y luego se pregunta: “¿Algún poeta de Europa del Este hará un libro sobre un país pintoresco en el que los muertos cuelgan de los puentes como flores invertidas?” Se nos revela entonces que Dighavostov es un malévolo espejo histórico, donde nuestro destino como mexicanos se confunde con el destino soviético. La analogía no es gratuita. Tanto México como la Unión Soviética iniciaron el siglo XX con violentas revoluciones sociales, y padecieron la férula de regímenes autoritarios que no toleraban la disidencia. A través de Dighavostov y sus once letras, el poeta no sólo nombra a Chernóbil y el derrumbe de la cruel utopía soviética. Nombra también a Tlatelolco, Acteal Ayotzinapa: los terrores propios de nuestra historia mexa y sus esperanzas pseudo democráticas.