Por Adso E. Gutiérrez Espinoza*
Noche, fría, tal vez lluviosa. No lo recuerdo. Sólo sé que mi hermano y yo habíamos llegado al cine, como cada fin de semana. A veces el viernes o el sábado, pero siempre por las noches, después de concluidas nuestras actividades académicas. Compró los boletos en la taquilla de la película más cercana, quizás alguna de la Roca o de terror —mi hermano sabe de mi predilección por este género—, pero llevaba unas horas sintiéndome “extraño”. Taquicardia, hormigueo en el brazo derecho, una sensación de ahogamiento (de no poder respirar, a pesar de que lo hacía). ¿Infarto, considerando que no padecía del corazón y teniendo una buena salud? Esa sesión no presté atención a la película, atendía más esos síntomas que me parecían “novedosas”, aunque me hacían sentir confundido porque eran similares a los sentidos durante el aura. Síntomas anteriores a un episodio epiléptico.
Conforme avanzaba la trama de la película, intentaba recordar momentos en los que pude haberlas sentido. Eso, aunado a mi marcada hipocondriasis y temor por no saber cómo controlar esta situación, estimuló a que esos síntomas crecieran y crecieran. Recordé que, en un pasado, cuando niño, viví esos síntomas, lo hablé, aunque lo adjudicaron a mi energía (bastante activo) y mi temperamento nervioso (una suerte de también temer). Esos síntomas se opacaban y se “resolvían” con caminar, correr e incluso jugar con los primos. Deporte era la clave. Distracción y, quizás, un poco de ruptura con la ociosidad. Pero esa noche del cine me causó extrañeza, pues esa ocasión ya había terminado la sesión deportiva, natación. Temprano como siempre. Entonces, ¿cómo resolver esos síntomas si en esencia debieron desaparecer?
Pensé en las clases, en las actividades del día. En todo, menos lo importante: ¿cómo me sentía? Ahora, un tiempo a distancia, podría decir que esa pregunta, planteada de otra manera, podría haberme resuelto toda esa situación. Sin embargo, la aceleración estaba presente. Los síntomas, esas “suave taquicardia” y “falta de respiración”, me recordaban a la epilepsia y a la vez a un momento de plenitud deportiva, la natación. ¿Cómo esos síntomas podrían tener esa doble significación, el terror de volver a vivir un episodio y la grandilocuencia de nadar? Lo anterior me hizo sentir víctima de un chiste de mal gusto, considerando el supuesto de que esa noche era para convivir con mi hermano. Aunque, sin duda, la sensación sí me hacía sentir frágil, (sobre)pensativo, creyendo que detrás había “algo” que no lograba comprender. ¿Habrá una enfermedad física o una mental, como consecuencia de uno físico?
Precisamente, esa extrañeza de cómo se desarrolló un episodio en una situación, ajena a mi control y nacida en un momento en el que todo debía o aparentaba ser tranquilo, de sana convivencia, me hizo cuestionar sobre mi salud, ahora sí mental, porque la taquicardia podría haber venido de algún padecimiento cardiaco. Corazón, mente y sangre. Es algo bastante extraño. Los órganos vueltos locos en una noche de cine, por esa situación. Esa noche supe de su existencia, le di nombre a eso. Ansiedad.