Por Sara Andrade
En el siglo 19 apareció en las calles de las ciudades europeas la figura del flâneur, o paseante. Era una figura particular, que no solamente hablaba de la gente que, sin carruaje o sin caballos, tenían que transportarse por París a pie; no, hablaba de aquel que caminaba por las calles de la ciudad sin destino visible. Hablaban del vagabundo bohemio, del que se vestía solamente para dar la vuelta y entretenerse en solamente ver la ciudad. De aquel que, no tenía qué trabajar todo el día y podía dispensar su tiempo en deambular por todos lados. Walter Benjamin decía que el flâneur era el hombre moderno por excelente. Balzac, que el que comía por los ojos. El vagabundo sin el tono peyorativo. El caminante que sí tiene camino, pero que no tiene a dónde ir. El paseante de su propia casa, de sus propias calles.
Pienso que quizá era una figura entretenida de teorizar en el siglo 19, sobre todo en Roma o París, donde todos tenían algo qué hacer, un lugar qué visitar, o alguien quién ser. Pero ¿qué sucede con las ciudades chiquitas? ¿Qué sucede con Zacatecas donde, por mucho tiempo, no había nada más qué hacer que darle la vuelta al centro, sin rumbo fijo? ¿Qué pasa con las mujeres que no tienen prisa en formar parte de La Historia?
Toda la vida, sin tener que ser reafirmada por Benjamin o el barón Haussmann, he sido yo una flâneur. En español y en mi ciudad, y quizá sin la independencia monetaria de los caballeros parisinos. De más chica, cuando podía salir de la casa sin mis padres, mi mayor placer era el de salir a caminar por las calles del centro y aprenderse sus particularidades.
A los 14 o 15 años, comencé a seguir a las personas que veíamos y que me parecían interesantes: a veces era un señor con maletín y nariz rubicunda, que se metía a un consultorio de la Guerrero. A veces era una mujer con tacones y medias color piel, que entraba a Sanborns a comprar un perfume. Otras, era un muchacho de cabello largo, chamarra de cuero, que saludaba a sus amigos en las escaleras frente al Calderón. Todos tenían a dónde ir, personas qué encontrar, cosas qué adquirir. Y yo, como la boulevardier más degenerada de su generación, solamente iba y venía, llevada por la corriente de una ciudad acostumbrada a caminar.
Ahora, he tomado la vagancia a otras geografías. En el cerro, todo me parece lo mismo: hay calles que suben y que bajan, piedras donde sentarme cuando me canso y, también, atletas, ciclistas y dueños con sus perros, con decisión, por los caminos de tierra pisada. Ahora, en las alturas de los cerros zacatecanos, mi vagabundeo está limitado a las vicisitudes de la naturaleza semi-silvestre: me guían las águilas, los nopales, los tiros de mina cubiertos de abrojos. A todos ellos los saludo como cualquier persona civilizada: Buenas tardes tenga usted. Solamente paso por aquí.