“No hay mejor homenaje para un escritor que leerlo” es una frase ya hecha –y no por ello falta de verdad− que se dice cada vez que se cumple el aniversario luctuoso de cualquier autor. Sin embargo, ¿qué se hace cuándo el escritor ha sido parte fundamental de la manada? ¿Cuando las palabras ya de por sí grandes no superan la calidez de una amistad y las experiencias compartidas? He pensado mucho últimamente en los homenajes personales que uno le hace en la cotidianidad a sus muertos, a los amigos, a los cercanos y esto quedó claro ahora que tuve oportunidad de asistir al homenaje realizado con motivo del sexto aniversario luctuoso de David Ojeda: el mejor de todos es la reunión, desbordar un poco de la copa para brindar por el que se ha ido, reunir a los testigos para leerlo, sí, pero también para compartir sus motivos personales, los chismes que conformaron su vida, la alegría de subirse a bailar en una silla monárquica.
Conocí a David Ojeda a través de las palabras de otros: compañero, guía y amigo de mis maestros, la poesía caminando a través de los pasillos de una universidad donde yo me formé y desde siempre intuí el amor que se le profesaba: una persona amada en vida sólo puede pasar a formar parte de nuestros altares propios una vez que se han ido porque, efectivamente, una parte de nosotros se van con ellos, pero ellos viven a través de nuestra narrativa, de alguna manera siguen existiendo a través de nuestra vivencia.
Entonces, uno toma las manías y obsesiones de los que ya no están, y las vuelve parte de nuestra esencia. Ya no sabemos, con el paso del tiempo, por qué derramamos un poco de licor por el recuerdo, pero sabemos cómo una novela nace de una consigna hecha entre amigos, el pretexto de la literatura por vivir siempre un poco más con los que nos acompañan en este sendero vertiginoso y calmo –al mismo tiempo−, a pesar de que la literatura ya sea el punto principal de nuestras vidas.
Conocí a David Ojeda luego a través de sus propias palabras y tal vez el morbo de saber que en las lecturas encontraría los chismes regionales, a los personajes que se convirtieron en maestros de muchas generaciones y con el ojo crítico de quien se enfrenta a la realidad haciendo camino, sobre todo en el norte, en el centro, de una ciudad a otra, de la mía –tan reconocida para mí por una obviedad circunstancial− y en las que he habitado por temporadas, como turista o desde los ojos de la memoria de otros lentes. Las ciudades dibujadas a pincel y desdibujadas por los versos, las estructuras semánticas bien acomodadas, con la maestría de quien coloca un adoquín sobre otro, un grano sobre otro, para construir también las voces de las fronteras.
Finalmente, hace unos días conocí a otro David Ojeda: el amante que dejó todo, mal citando a sus compas, al que era generoso y regalaba libros de una manera disimulada, al que vivía por llevar a sus amigos y no amigos a los sitios más recónditos y hasta a un hombre que enseñó a otro el gusto de usar sombrero. Conocí a David Ojeda a través de seres memoriosos que ya de por sí tienen el don de la palabra, que aprendieron juntos, que vivieron juntos, bebieron y fumaron entre las tertulias generadas en talleres literarios, en cantinas y en la intimidad de sus hogares. Conocí a David Ojeda como poeta, como narrador, tallerista y editor, un gestor que apostaba todo y que ganó porque me quedo con este conocimiento póstumo de David Ojeda como un amigo que conquistó el punto culmen de las aspiraciones de quienes nos dedicamos a este oficio: el de seguir existiendo en los corazones de quienes siguen aquí, en este plano, de pie a pico y pala, con vino, con plumas y palabras. David Ojeda, definitivamente, es el maestro de mis maestros, pero sobre todo es su amigo, así con el verbo en presente porque –para el bien de quienes no tuvimos el privilegio de conocerlo en vida− todavía podemos intuir el calor de la hoguera de una amistad que no se sofoca con el andar del tiempo.
No lo olviden, ¡juntos incendiamos la cultura!
Karen Salazar Mar
Directora de El Mechero
Que hermoso homenaje a un escritor