
J. LUIS CARVAJAL
Desde 1982, el Premio Nacional Ramón López Velarde se otorga a un libro de poesía que luego es editado por la Universidad Autónoma de Zacatecas. Es un premio codiciado, que ha reunido con el tiempo una nómina muy significativa. El conjunto de libros ganadores constituye una veta, hasta hoy desaprovechada, para comprender y revalorar la poesía mexicana del último medio siglo. Lo comento porque el certamen de 2003 tuvo el tino de galardonar a Patricia Medina (Guadalajara, 1947), una poeta mayúscula, bastante conocida en su estado, pero poco leída en el resto del país. A veinte años de su aparición, su poemario ganador, Vocación de otoño (UAZ, Zacatecas, 2005) resulta admirable todavía por su oficio estilístico y muy vigente por el conflicto existencial que nos revela: la conciencia de la vejez, la gravedad de ese otoño que nos erosiona el cuerpo sin menguar el deseo, y nos anuncia la muerte mientras deslava la salud y la memoria.
Ciertamente, la caducidad de la vida ha sido un tema recurrente de la poesía, desde el Siglo de Oro hasta nuestros días. Pero es distinto ser joven y lamentar que la juventud (como la felicidad y la belleza) se ha de extinguir, y otra muy distinta la de cumplir medio siglo de edad y comprobar, ante el espejo y ante la vida, que de la juventud, la belleza y la felicidad apenas quedan sus sombras. El poemario está estructurado, como una sonata, en cuatro movimientos (“Vientos de agosto”, “Septiembre en el tapiz”, “En las grietas de octubre” y “Vocación de otoño”) que denotan transcurrir temporal y están compuestos por quince poemas de extensión variable, tono similar y pulso medido. “Hoy puse mis ojos sobre el pasado / y no pude resistir el peso de tantos días”, escribe la poeta antes de lamentarse por la fría amenaza del invierno, “los días de dar un grito / y los de hacer susurro / los del escarnio / menguan mis fuerzas / frente a los días del hielo / que se construyen a mis espaldas”.
Un detalle del libro, admirable por sus corolarios morales y culturales, es la ausencia de Dios y lo religioso en sus páginas. Vocación de otoño habla del crepúsculo del existir, pero sin apoyarse en ningún consuelo metafísico. La única otra vida que cuenta es la que ya vivimos y dejamos atrás. “Traje lo que pude / de la otra vida / mi infancia a tropezones / los húmedos juguetes de cartón / abecedarios / un tren que no abordé / mi vestido de novia / muchos hijos”, escribe antes de decretar con serenidad, “y aquí lo dejo todo / aquí / para que nadie sufra / el rigor del invierno”. Le queda, también, el presente de la escritura, un presente absoluto pero inhóspito, asolado por la nostalgia del amor, la soledad cotidiana, el suplicio de la enfermedad y las promesas mefistofélicas de los doctores. “La ley de gravedad nos empuja la piel / la bambolea / pero se multiplica el bisturí / se succiona la grasa / se recorta el sobrante / y se estrena rostro de Mona Lisa / Dorian Gray reaparece en los espejos”.
Por la coincidencia de edad entre la autora y la voz de sus poemas, sabemos que se trata de un libro confesional: el testimonio de una mujer consagrada a la poesía, al amor, a la experiencia, que arde por dentro pero no sabe para qué. Una poeta con “incontinencia verbal” que observa con serena tristeza cómo se aleja todo, “la tienda de abarrotes / la sombra bajo el árbol / el vaso de mi sed”, pero que aun así confía en el milagro de la palabra. “La poesía abre un extremo de mi cabeza / y pone su pie en la raíz / en el otro polo / una niña me tiende su mano izquierda / yo le ayudo a cruzar hasta mí / la poesía retrocede / ahora / ya puedo atravesar los muros”. Más que una colección temática de poemas, Vocación de otoño es un libro sapiencial, un salterio profano que nos confronta con la agridulce lucidez de quien sabe cómo envejecer porque tiene el alma atiborrada de belleza.