Adso E. Gutiérrez Espinoza
Mi abuela materna preparaba una capirotada que si la probara el diablo podría sonreír y la muerte hacer un gesto de envidia; era dulce, suave y con la eternidad entre las capas. Por lo regular, la hacía para diciembre y la cantidad era para todo un ejército de niños y adolescentes. No cuento a los adultos, a veces caprichosos, a veces culpaban sus dolencias para no comerla (toco madera), aunque sabía que se la perdían. Podría comerla por horas, por kilos y por momentos, porque era mi postre favorito, aunque a la fecha ya no he probado capirotada, jamás le llegarán a la de la abuela. Sin embargo, cada vez que miro a niños comer capirotada, aún sin saber quién la preparó, recuerdo esos momentos. Todos y cada uno de ellos
En una ocasión, la abuela me encargó preparar el chocolate, mientras ella terminaba de hacer la capirotada; no recuerdo la edad que tenía, pero sí que fue la primera vez que preparaba chocolate, con un molinillo, dulce de piloncillo, un poco de almendra en polvo y leche (bronca porque los adultos insistían en enfermarse continuamente de gases, o eso era lo que decían). En aquella ocasión, me dio por separar la nata y a la abuela le pareció una buena idea, tomó un poco de ella y lo untó sobre el pan tostado, como un pequeño aperitivo. Jamás le hallé el gusto, incluso ahora que mi hermano suele prepararlo con queso, esforzándose cada mañana en hacerlo más suculento que el día anterior, pero entiendo que el pan en sí mismo no es de mis favoritos, aunque en esa ocasión mi abuela lo comió con tanto gusto, con un brillo en sus ojos que juraría que ella había rejuvenecido, se volvió una niña. Probé un poco y, bueno, confirmé que el pan tostado no era para mí, aunque la nata siempre me ha gustado y en esa ocasión tomó un poco el color y el sabor del chocolate.
El departamento de la abuela se hundió en una neblina de chocolate, con almendras, y capirotada, además de que el lugar, empezando desde la cocina, se calentó, sin llegar a ser incómodo (bueno, es un decir, porque era uno de esos inviernos fríos, en los cuales juraría que pronto nevaría). Incluso, la vecina salió al pasillo y tocó la puerta para preguntarnos cómo preparamos ese chocolate. “Huele delicioso, rico, no sé, me dio ganas de salir a tomar un poco, acompañándola con pan dulce”; mi abuela la invitó a pasar y le dije que aún no le faltaba el chocolate (las tabletas toman su tiempo para derretirse, pero de algún modo sabía que así el sabor era más concentrado, o eso creía saber), pero que en cuanto estuviera listo le daría un poco. La vecina, con una sonrisa encantadora, nos agradeció y nos dijo si podía quedarse un rato; abuela le dijo que no habría problema. Ella, se sentó frente a la mesa y ambas mujeres comenzaron a conversar. Sobre temas de hijas, las nietas e incluso de mascotas (mi abuela tenía bajo su cuidado a un caniche blanco, Odi, que yo adoraba y mi abuela le parecía divertido).
La tarde de ayer quise hacer capirotada, porque llevo semanas pensando en la abuela. Compré todo, la receta la encontré en Internet, en una de esas cuentas de YouTube sobre recetas. También compré y preparé chocolate. Mientras preparaba la capirotada, bajé las fotografías de mis perros difuntos, Huesos Emilio y Pico (ellos eran fanáticos también de la capirotada de la abuela), y les dije, a partir de ellos, que haría lo mejor para prepararla, aunque dudaba mucho de mis capacidades. Bueno, siempre hay una primera vez. Le prometí a Huesos que intentaría no hacerlo tan pastoso, pero fallé. Parecía un chicle y el sabor era desagradable, aunque el chocolate una delicia.