Por Carolina Díaz Flores
El día 1ero de Octubre de 1990, la ONU lo estableció como el Día Internacional del Adulto Mayor, esto para reconocer la contribución de las personas mayores, en cuanto a desarrollo humano, actividades productivas, económicas y sociales. Sin embargo, como sociedad aún estamos muy lejos de integrar en la vida cotidiana a las personas de la tercera edad y mucho menos de distinguirles (como regla y no como excepción) como miembros valiosos del tejido social.
Prueba de ello, es que hoy en día es frecuente que los ancianos que se encuentran cerca del final de la vida, pasen sus últimos días, meses o años, en una situación sumamente estresante, pues el proceso hacia la muerte suele ser agotador tanto para los cuidadores como para el propio paciente. Todo ello, derivado del conflicto entre necesidad de ser cuidados y el rechazo o imposibilidad de recibirlos.
En este contexto de agotamiento y falta de recursos (tiempo, dinero y energía), muchas de las necesidades del anciano se hacen invisibles, algunas de ellas son: legales, emocionales, espirituales o sexuales. Esto condiciona que el paciente no sólo experimente el proceso de muerte que por sí solo puede ser abrumador, sino que lo haga desde la incomprensión de su entorno. Por ejemplo, la espiritualidad, al ser una cuestión tan personal e íntima, no siempre se atiende de manera exitosa (menos si el paciente se encuentra hospitalizado o en terapia intensiva), aun cuando es una herramienta que puede brindar consuelo y alivio al individuo que es consciente de que invariablemente su muerte ocurrirá pronto.
Muchas ocasiones no se hace partícipe al propio anciano de su proceso de muerte, pues se oculta información, se suavizan noticias y se toman decisiones al margen de sus propias convicciones. Estas condiciones tienen diversos orígenes: desde el miedo, el desconocimiento, la inestabilidad emocional, los problemas sociales o económicos, el edadismo (discriminación y prejuicios en razón de la edad), y por último, en su forma más profunda, la falta de redes de apoyo que sostengan al anciano durante un proceso que no sólo es doloroso y traumático para quienes lo viven por fuera, sino que para el propio paciente puede resultar agotador, confuso y aterrador.
Por lo anterior, es pertinente visibilizar a la vejez como un estadio más de la vida, que merece vivirse en plenitud y no solamente como el paso previo a la muerte. La dignidad de los ancianos se violenta cotidianamente tanto en hogares por sus cuidadores, como en los hospitales por el personal sanitario. Ser anciano, requiere una resignificación a nivel comunitario, para garantizar una vida saludable, pero también una muerte digna.