
SARA ANDRADE
Mientras veo y leo sobre los ataques de Irán e Israel no puedo evitar preguntarme qué tanto de esto existe porque los actores de esta guerra saben que todo el mundo los está viendo. Sobre todo porque la mayoría de lo que veo en Twitter y en YouTube son videos que la gente civil ha tomado de los misiles atravesando el cielo nocturno como estrellas fugaces, de las detonaciones y los apagones, de ellos mismos, en una boda, afuera de sus casas, bailando, llorando, gritando y señalando cómo cae sobre la tierra el odio que se tienen la gente entre sí.
No solo es la costumbre de tener el celular en la mano, sino que también existe un insidioso incentivo: el de que este video te haga viral, el de que esta imagen de vuelta al mundo también y, por lo tanto, tu nombre no quede enterrado debajo del escombro de la violencia. Y al mismo tiempo, ¿de qué otra manera sobrellevas el terror? No nos queda otra cosa más que el celular en la mano y el carrete llenos de fotos y videos, un patrimonio tan intangible como el de la seguridad de que en el futuro nos irá mejor. No hay certidumbres de nada, salvo la prueba de que eres real porque tienes una selfie en tu celular. El precio de la canasta básica sube, las megacorporaciones tienen más derechos que los niños del sur global, diario hay amenazas de un enfrentamiento nuclear entre las potencias mundiales. ¿Por qué habríamos de desdeñar un tuit burlón hecho para generar interacciones? ¿Por qué censuraríamos a un yemení bailando al ritmo de la canción viral del momento mientras sobre su cabeza caen misiles supersónicos?
Pero el mecanismo de defensa de los que no poseemos un arsenal de destrucción masiva ni siquiera ayuda a olvidarnos de los horrores. Parece que es todo lo contrario: que nos hundimos en la desesperanza con una sonrisa en el rostro, como diciendo, si este es el fin, por lo menos que sea con mil likes. Si tengo que mostrarle al mundo mi destrucción entonces que sea con el soundtrack de mi elección, con un filtro sobresaturado, con el rostro retocado, para que no se me vea ni un grano mientras el edificio detrás de mí se cae a pedazos.
Y aun así, creo que es mejor que nos veamos en nuestra absoluta miseria egoísta, en nuestra megalomanía esquizoide, a que no sepamos nada de nosotros, como todos los mártires de Gaza, que sin 5G, ni agua, ni comida ni compasión, no pueden contarnos sobre las atrocidades que padecen.
Porque no puedo creer que el espanto de su sufrimiento no será conocido por el mundo sino hasta que alguien haga una película dentro de 50 años, mientras que a diario en mi celular veo a un vecino de la Condesa llorar, alegando que la guerra y las deportaciones y el odio racista le ha impedido viajar a Estados Unidos, donde quería pasar su cumpleaños, bebiendo margaritas en Las Vegas, gastándose su dinero, grabando su pequeña vida para que sus 150 seguidores lo vieran y lo hicieran sentir bien con el regalo inigualable de su aprobación digital.