Impresiones sobre Postales a casa (de Yolanda Alonso)
Por: Samuel R. Escobar
Hace tiempo que no leía un libro de principio a fin, así, sin procrastinar, en una sola exhibición. Cuando joven logré leer algunos, pero fue gracias a la democrática Ruta 5 que pasaba cerca de casa y me dejaba casi en la puerta de la escuela. Para leer este texto de Yol aplico la misma técnica: tomo el camión que va a mi rancho.
Contemplo el libro y ya como arte objeto me magnetiza: posee una belleza tan visual como táctil, son verdaderas postales. Desde las palabras de apertura se ratifica el viaje, los viajes que convergen y se bifurcan. A mi lado un señor con audífonos se deleita con Cornelio Reyna, el volumen que lleva no es moderado, escucho perfectamente la historia de un viaje sin retorno “Te vas ángel mío, ya vas a partir, dejando mi alma herida y un corazón a sufrir…” versa la canción que inevitablemente se entrevera con mi lectura y me arrastra a un viaje triple.
Un par de pasos dentro de las Postales a casa y ya me parecen pequeñas piezas con valor intrínseco y autónomo, pero que ineludiblemente son parte fina de un gran vitral que embelesa al contemplarse como un todo. Y evoco tantas voces entrometidas y aferradas al juego de la intertextualidad. El primero en adherirse como sanguijuela es Zaratustra: “De todo lo escrito yo amo sólo aquello que alguien escribe con sangre; y te darás cuenta de que la sangre es espíritu”, y cito lo anterior en un arrebato de indiscreción, y pido una pública disculpa a Yolanda Alonso por haberme (yo) permitido esa licencia, pues descifro una reconfortante autobiografía de tarde nublada, lluviosa y fresca a pesar de algunas playas y sus soles accesorios, de cortinas corridas que dejan pasar la luz para recordarnos que es hora de continuar el viaje; autobiografía rebosante de linaje, costumbrismo; de una gastronomía feroz, no sólo manifiesta en las exquisitas ilustraciones, sino en la imágenes acústicas que generan los significantes tan cautelosamente seleccionados para cocinar estas postales, tal como las recetas de la abuela, las de la madre; las propias.
“Las penas con pan son menos”, reza el sabio dicho, y Yolanda nos regala un delicioso personaje que mitiga las penas y en varias de sus postales: LA COCINA: que, si bien se antoja como elemento de arraigo que combate la fugacidad de los viajes y los viajantes, también es fugitiva, por más que pretenda sujetarse al territorio se diluye en el sincretismo, en cada bocado, en cada paladar, en el eterno peregrinar de la materia que simplemente se transforma.
“Te vas y me dejas un inmenso dolor, recuerdo inolvidable me ha quedado de tu amor”, continúa la canción de mi vecino de viaje, quien refleja una mirada que se enmaraña en un pasado que nunca más será, salvo en sus recuerdos.
Continúo con mi inevitable lectura indiscreta al reconocer a cada personaje que vive en las Postales enviadas a casa. Y cuál es el objetivo de una postal si no el de RE presentar un mundo, encapsularlo, reducirlo a su mínima expresión sin perder su esencia, su tuétano. Y vaya si tal cometido está más que bien logrado en este caso.
Plausible recurso el de Yol Alonso, ese de arrancar de esta realidad a personajes como Julio y su guitarra, a Karla y los sueños que merece y por los que lucha incansablemente, a una abuela y a una madre con quienes comparte un hilo conductor con todo el peso del nombre propio, un hilo, sí, como el de Ariadna, ese que permitió el regreso de Teseo heroico vencedor de la bestia humana.
Aquí, para seguir siendo consecuente con los viajes, brinco de un lado a otro y pienso en Heráclito, ese que no se bañaba dos veces en el mismo río, porque el fluir es la única constante. Pienso en un Benedetti que ha sido en tantas tierras extranjero; pienso en Odiseo y en Kavafis, pero, sobre todo, pienso en las Postales a casa que con esa melodiosa voz en off que ya habla en tercera persona, ya en tú, ya en un armonioso yo, sin problema alguno nos viene a recordar que todo es viaje, que el camino es EL LUGAR, que la pertenencia es una quimera, que no sólo el río de Heráclito nunca es el mismo, sino que el mismo Heráclito tampoco permanece.
“Pero hay cuando vuelvas no me hallarás aquí irás a mi tumba y ahí rezarás por mí, verás unas letras escritas ahí, con el nombre y la fecha y el día en que fallecí”, escucho esas líneas y el vecino se baja en una comunidad que está a unos kilómetros antes que mi destino. Contemplo la última postal a casa, esa en la que aparece el rostro de la muerte, quizá una muerte muy dulce como de la que habla Beauvoir, pero no estaría tan seguro, porque a pesar de SER en el viaje y para el viaje, nunca fuimos, somos ni seremos educados para soltar, para desprendernos, para ir y dejar ir, y mucho menos a nuestra madre, y decir serenamente:
“Un día antes que murieras, la mañana entraba por las persianas, comenzaba a calentar el cuarto; yo estaba sentada a tu lado, tú dormías”.