DORALI ABARCA
El filme Cielo sobre Berlín (1987), dirigido por Wim Wenders, es un reflejo poético sobre la existencia humana, las experiencias sensoriales y espirituales, y el significado del ser en un mundo atravesado por la materialidad, la postguerra y el vacío. En esta obra cinematográfica, el espectador es conducido por las manos de ángeles invisibles que habitan entre los humanos, observando el dolor, la desesperanza, pero también la belleza efímera de la vida terrenal.
Los ángeles de Wenders son visionarios atentos, pero incapaces de intervenir directamente en la vida humana, lo cual hace reflexionar acerca de la capacidad y responsabilidad de transformar nuestra propia existencia desde el interior. Sin embargo, los ángeles son testigos silenciosos del sufrimiento humano y su sola presencia sugiere una dimensión de la vida que muchos han olvidado o dejado de percibir: el hecho de que, en medio del dolor y el vacío, siempre hay alguien que escucha. Esta escucha simbólica no necesariamente viene de seres celestiales, sino que puede encarnarse en los vínculos que formamos con otros seres humanos, en la empatía que nos conecta.
La película ofrece una suerte de consuelo a los personajes y, por ende, al espectador, al enfatizar que en un mundo que parece estar dominado por la materialidad, por las fronteras físicas e invisibles, existe una realidad que trasciende lo tangible. La vida terrenal, con sus placeres y sufrimientos, no es un espacio donde todo esté perdido, sino un campo en el que se puede construir significado incluso desde el vacío. La experiencia humana está llena de ciclos de pérdida y renovación, y es en ese devenir constante donde radica la posibilidad de transformación.
Esta obra, contiene planos como sólo el buen Wenders lo sabe hacer, un recorrido amplio por un Berlín del oeste después de la guerra. Nos mantiene siempre pendientes de la arquitectura y los detalles de la ciudad que pareciera ver una exposición de fotografía en movimiento. El autor de Días perfectos, comprende totalmente la belleza del espacio y lo apropia a la narrativa de sus filmes.
Por otra parte, no podía dejar de lado mi asombro cuando vi salir a escena la banda de Nick Cave, otro punto clave para simbolizar los sentimientos por los que atraviesa esta historia; pareciera existir una especie de sublimación del dolor. Su estilo musical, que combina lo melancólico con lo visceral, parece dialogar directamente con el sufrimiento de los personajes de la película, pero también les ofrece una vía de escape, una manera de transformar ese dolor en algo que puede ser experimentado estéticamente y que, en ese proceso, se convierte en un alivio, en una suerte de consolación artística.
Finalmente, esta película fue para mí un poema visual. Los ángeles, los diálogos, las imágenes de una Berlín dividida, crean un mosaico lírico que se entrelaza con pequeños poemas narrados por los personajes. Estos versos son fragmentos de pensamientos, de deseos fugaces, de recuerdos y de momentos vividos. Al igual que la vida, los poemas son breves, pero están cargados de un significado que se multiplica con el paso del tiempo. Cada poema es una especie de recordatorio de la finitud y la fragilidad de la experiencia humana, pero también de la belleza que puede hallarse en ella.
«Cuando el niño era niño, caminaba con los brazos abiertos. Quería que el arroyo fuera un río, que el río fuera un torrente y que este charco fuera el mar. Cuando él niño era niño, no sabía que era niño.»