
Por Sara Andrade*
De acuerdo con Melissa Dahl, en su libro Cringeworthy: A theory of awkwardness, la incomodidad (o el cringe, como dicen los niños de ahora) es cuando somos sacados de nuestra propia perspectiva y podemos vernos, de repente, desde el punto de vista del temible otro. Ella igualmente cita el ejemplo de Edmund Carpenter, un antropólogo que estudió durante años a las tribus de Nueva Guinea y que, al mostrarles fotografías y videos de ellos mismos, experimentaron vergüenza y terror de reconocerse a través de una perspectiva fuera de la suya.
Esto nos indica dos cosas: que la conciencia de sí mismo siempre trae incomodidad. Es inevitable. Vivimos dentro de nosotros, y pasamos la mayor parte del tiempo sin estar completamente conscientes de los límites de nuestra corporalidad, sin reconocer realmente el sonido de nuestra voz, las migajas en la cara, el cabello despeinado, nuestro andar chueco. Y no es sino hasta que pasamos por una ventana particularmente brillante que nos damos cuenta de que, de hecho, somos personas y damos cringe.
En 2023 es inevitable no estar al tanto de nuestra condición de vulgares bípedos implumes, cuando todos cargamos computadoras súper sofisticadas en el bolsillo trasero. Si no eres tú viéndote en la cámara delantera de tu celular, eres tú viéndote a ti mismo filmado en un TikTok, caminando por la calle, formado en la fila del cine con un libro, comiendo solo en McDonald’s mientras alguien en un video dice de ti: Qué triste estar tan solo a esa edad. Cuiden a sus amigos para no acabar así.
Si no has sido víctima del ojo entrometido de un desconocido con una cuenta de Facebook o de Instagram, entonces quizá eres visto por la cámara de un noticiero, y has salido detrás del reportero que documentó el crimen del día, caminando sin darte cuenta de que siempre hay ojo abierto. O quizá vives ya en la cámara de seguridad de algún vecino, o el fondo de la fotografía de un turista, que ha decidido que una foto de Catedral desde la Avenida Hidalgo es perfecta para documentar su viaje, y ni tú ni el turista se han dado cuenta de que sales ahí, con los ojos cerrados, el cuerpo torcido, inmortalizado en el álbum de vacaciones de una familia anónima.
La semana pasada, por ejemplo, descubrí que aparezco en la fotografía de un turista chino que viajó a Zacatecas en 2005. El hombre quiso tomar una foto de Catedral mientras el estado celebraba un concurso de escoltas de primaria. Cuando reconocí el uniforme de mi colegio, cuando cotejé las fechas y cuando le hice zoom a la fotografía y me di cuenta de que ese pequeño pixel al fondo era yo, sentí vergüenza y terror e incredulidad de vivir en la fotografía de alguien que nunca me conocerá y que yo nunca conoceré personalmente. Luego de un rato sentí emoción y felicidad, porque, maravillosamente, alguien me había visto y, con un clic en el obturador, me vio y me hizo real.