
SARA ANDRADE
Llega un momento en el que lo único que necesitas para seguir adelante es una certeza. Lo peor que existe es la incertidumbre, porque entonces todo parece una amenaza o todo camino parece llevar a una caída inescapable.
Con las marchas, paros y huelgas que han asolado la ciudad entera, me doy cuenta de que la mayoría de la gente pide por una solución a la incertidumbre. ¿Qué vas a comer mañana si no te han pagado tu salario? ¿Qué será de la siguiente generación si la generación actual no puede mantener la estructura de la sociedad en pie? ¿Qué será de todos nuestros rituales inútiles si, al final de todo, la tierra se quema toda? Todo este juego de la cultura se reduce al asunto de que lo que hacemos lo hacemos para preservar información que nos ayude a sobrevivir. Y en tiempos de la verdad alternativa, la certeza de adivinar nuestro siguiente paso es nuestro patrimonio más importante.
Cuando éramos niños no sabíamos nada y por eso la oscuridad era el espacio donde se concentraban nuestros peores miedos. El miedo a la oscuridad es el miedo a lo desconocido. En la fertilidad de nuestra imaginación, dentro del vientre horrendo de la noche, todo monstruo era susceptible a aparecer. La idea de madurar es la idea de iluminar lo que está sumido en tinieblas. Cuando crecemos, se supone, aprendemos a prender las luces de la habitación, para cerciorarnos de que el fantasmas acechante era en realidad un suéter mal doblado. No le tenemos miedo a la posibilidad, porque ahora poseemos las herramientas para convertirla en verdad.
¿Cómo podemos iluminar, entonces, la oscuridad de nuestro presente? ¿A qué herramientas tenemos que echar mano para resolver las dudas que afligen a los profesores del estado, a los agricultores, a los trabajadores, a los ciudadanos, a los niños que abren los ojos en su habitación y se dan cuenta de que su miedo está allá afuera, asomado por la cortina?
Me pregunto si la solución está, precisamente, en las acciones que han tomado ciertos sectores de la sociedad para denunciar las faltas: las marchas, las congregaciones, los mitines. Me pregunto si en el hacer comunidad, si en reunirnos en la vida real, cara a cara, cuerpo sudoroso contra cuerpo sudoroso, entendemos que la persona al lado nuestro sufre de la misma manera que nosotros y que en ellos también opera la duda y la aprehensión. Creo que podríamos comenzar por ahí; con hablarnos entre nosotros y descubrir en las voces de los demás una verdad que se multiplique, que no se cancele por su ruido, sino que se fortalezca, para dispar la bruma de la incertidumbre, para continuar luchando –siempre, porque nunca está garantizada– por la seguridad.