
FROYLÁN ALFARO
Imagina, querido lector, que vas caminando por la calle y ves que alguien dejó su celular olvidado en una banca del parque. No hay nadie cerca. Podrías tomarlo y nadie se daría cuenta. Pero algo dentro de ti te detiene. No es miedo a que te atrapen. Es otra cosa. Una vocecita interior que dice: “eso no está bien”. ¿Qué es esa voz? ¿Por qué sentimos que ciertas acciones son simplemente incorrectas, incluso cuando podríamos salirnos con la nuestra?
Esa pregunta obsesionó al filósofo alemán Immanuel Kant en el siglo XVIII, uno de los pensadores más influyentes de la filosofía moderna. Kant no creía que el bien y el mal fueran cuestiones de gusto, ni que dependieran de las consecuencias de nuestras acciones (como pensaban y aún piensan los utilitaristas), sino que la moral tenía que ver con algo más concreto, la razón.
Kant pensaba que todos los seres humanos, por el simple hecho de ser racionales, tenemos acceso a una ley moral universal. Y esa ley no depende de nuestras emociones, intereses o circunstancias. Es como una brújula interna que todos compartimos, y que se expresa en lo que él llamó el imperativo categórico.
Pongámoslo así. Un imperativo es una orden o mandato. Por ejemplo, “cierra la puerta” o “haz tu tarea”. Pero no todos los imperativos son iguales. Algunos dependen de lo que uno quiere lograr, “si quieres aprobar, estudia”. A estos Kant los llamó imperativos hipotéticos, porque dependen de una condición. Son como recetas, “si quieres el pastel, sigue estos pasos”, etc.
Pero la moral, según Kant, no funciona así. No deberías hacer lo correcto solo si te conviene o si esperas una recompensa. El bien no se negocia. Por eso, el mandato moral, el verdadero imperativo, tiene que ser categórico, lo que es igual a decir que es una orden válida por sí misma, sin condiciones. Algo que debes hacer no por lo que consigues, sino porque es lo correcto.
Y aquí viene la famosa formulación de Kant: “Obra solo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal”.
¿Suena complicado? Volvamos al celular en la banca. Supongamos que te preguntas: ¿Debo tomarlo? Kant diría que debes aplicar la prueba del imperativo categórico. Lo que significa que debes de imaginar que tu acción se convertirá en una ley universal. Es decir, que todo el mundo, en cualquier lugar, actuará igual que tú.
¿Podrías querer vivir en un mundo donde la norma fuera: “está bien quedarse con lo que otros olvidan”? Piensa en las consecuencias. Nadie podría confiar en que sus cosas estarán donde las dejó. Se rompería la confianza básica entre las personas. Y, lo más importante, tú mismo no querrías vivir en ese mundo. Entonces, según Kant, la acción no es moral, ya que si no puedes desear racionalmente que todos hagan lo mismo que tú, entonces no debes hacerlo tú tampoco.
Esta idea puede sonar simple, pero tiene un poder impresionante. Nos obliga a salir de nosotros mismos y a pensar nuestras acciones desde una perspectiva universal. No se trata de lo que quieres hacer, sino de lo que deberías hacer si fueras coherente con la razón.
Otra forma del imperativo categórico que Kant propone dice así: “Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin y nunca solamente como un medio”.
Aquí Kant va más allá, pues no basta con no hacer trampas. Debemos reconocer que los demás no son herramientas para nuestros fines, sino fines en sí mismos. No están ahí para ser usados, manipulados o explotados.
Piensa, por ejemplo, en un amigo solo te busca cuando necesita favores, pero nunca está cuando tú lo necesitas. Sientes que no le importas realmente, que solo te usa. Eso es lo que Kant quiere evitar, por ello propone una ética basada en el respeto mutuo, en la dignidad que cada persona tiene por el simple hecho de ser un ser racional.
Uno podría preguntar ¿y el amor, la compasión, la empatía? ¿Dónde quedan en la ética kantiana? Kant no las desprecia, pero cree que no deben ser la base de la moral. Porque las emociones cambian, se debilitan, se contradicen. La razón, en cambio, es firme, clara y universal. Para él, una acción solo tiene valor moral si la haces porque es tu deber, no por gusto o por afecto.
Esto puede sonar frío, pero Kant considera que el bien no puede depender de caprichos. Si vamos a tener una ética que valga para todos, debe basarse en principios que todos podamos compartir, independientemente de nuestras inclinaciones personales.
Entonces, querido lector, te dejo un pequeño examen moral personal ¿podrías justificar todas tus acciones como leyes universales? ¿Podrías mirar al mundo y decir “quiero que todos actúen como yo”? Si la respuesta es en su mayoría no, quizá sea momento de repensar tus decisiones.
Por supuesto, Kant no dice qué hacer en cada caso, solo nos da una herramienta para evaluar nuestros actos. Tampoco es una respuesta definitiva a ¿cómo debemos actuar?, pero nos deja una interesante pregunta: ¿y si todos actuáramos como si fuéramos responsables del mundo?