AGUSTÍN YEN HERNÁNDEZ
Perpetuo movimiento.
Avanzo sin reposo.
La belleza, viento,
está en lo que toco.
El aspa del gigante
que duerme en el molino.
En las hojas de otoño
que acarician tus cabellos.
Recorro las tierras, los mares,
invisible, indiferente.
Te busco en las azoteas
presiento que no estás.
Sueño con tu voz,
el sonido, la distancia.
Te encuentro en la ventana,
rasgo tu corazón con fresno.
No te puedo pedir
que me acaricies
como lo hago yo
con mis dedos de escarcha.
El ímpetu del viento
puede romper la flor.
Las palabras son céfiros,
rozo tu faz y beso tus manos.
Siempre has sido la maña
que buscaba en la penumbra.
Mi naturaleza indómita
te aleja de mí.
Siento que te vas
y me quedo al borde,
con mis palabras
agitando la marea.
Despierto de la hierba
dormida en el prado,
rompo la rama seca,
arrastro murmullos.
Quisiera ser el eco en la caverna,
asirme a la vela del navío.
Beber de tus labios
la gota del néctar matutino.
Soy viento que quema.
Corro sobre los tejados
persigo a los gatos
en la cornisa.
Busco tu aliento,
guardado en redomas
para beberlo a tragos
en la noche convexa.
Rasgo mi plumaje etéreo
precipitado entre árboles.
Me pierdo en los bosques
Siguiendo tu rastro, sollozando.
Levantas el vuelo.
La cálida alborada
me abandona al cenit.
Extiendo mis brazos.
Respira mi aliento,
invado tus arterias,
me apodero de ti
desde adentro.
Soy el viento trepidante,
ermitaño de la montaña
guardián de la puerta
del tiempo.
Faltan los cielos,
los atardeceres
que venían a mi
a través de tus ojos.
Ecuación inconclusa,
fórmula alquímica.
Atrapado por siempre
en el odre de Odiseo.