Sara Andrade
Una de las cosas que más me gustan de La Ilíada son los epítetos que utilizaba para describir a sus personajes. Agamenón, rey de hombres; Ulises, el ingenioso; Aquiles, el de los pies ligeros. Me gustan porque son mejores que sus nombres. Con un adjetivo pueden contarte una historia: ¿por qué Atenea es Pallas? Bueno, resulta, que nadie sabe realmente, pero hay varios mitos al respecto, etc., etc. Es como una abertura en la piel del personaje, algo que puedes rascar con facilidad y despegar para ver qué hay detrás. Es como un semilla, un punto de inicio, que ayuda no sólo al poeta a acordarse de su épica, sino que ayuda al lector a entender quién es quién, en el mar inacabable de la literatura. Un epíteto es una boya en medio del mar.
Así que tal vez por eso nunca me ha satisfecho el epíteto que le han dado a la ciudad de Zacatecas. Quizá de niña, la primera vez que escuché eso de que Zacatecas era “la ciudad de rostro de cantera y corazón de plata”. Era como entender un chiste. Oooh, decías, claro. Zacatecas y su cantera rosa y Zacatecas y sus minas de plata, por supuesto. Era como entrar al club de los adultos que sabían qué significaban las cosas.
Pero con el tiempo, el ingenio del epíteto se me desgastó en las manos, como un anillo de cobre pintado de plata, dejándome el dedo verde. Me parece ahora que no es tan simple como el material con el que se construyó el centro histórico o las minas propiedad de canadienses. Quiero creer que hay otra palabra, otro descriptor que pueda darle sentido a mi existencia zacatecana, uno que me permita abrirle una orilla y pelar de ahí un montón de historias.
Una de las historias, por ejemplo, es que tengo amigos que no conocen las gracias de vivir dentro de una ciudad que parece una caldera. Al fondo, las calles, y alrededor, formando una barrera, los cerros llenos de tiros de mina. Así que cuando mis amigos vienen a conocer la ciudad y yo los llevo a caminar, me han preguntado que si no me sé un camino que no implique subir y bajar como cabras agrestes.
En algún momento, jadeante y desesperado, un amigo me preguntó que si estaba de acuerdo con Zacatecas, la de las muchas escaleras.
Fue una pregunta extraña. No había considerado nunca estar en desacuerdo con su sinuosidad. En ese momento estábamos en las escaleras del callejón de 4 de Julio, sobre la de Juan de Tolosa. Yo estaba pensando en todas las escaleras que había subido y bajado en mi vida, mientras él recuperaba el aliento. Zacatecas, la de las muchas escaleras. Claro, incluso en La Bufa había escaleras. Sonaba como a que teníamos a muchos lugares a donde ir. Sonaba grande, a pesar de ser tan pequeña. Mítica, incluso, como el laberinto del Minotauro.
“Sí”, le respondí con sinceridad. “Estoy completamente de acuerdo”.