GONZALO LIZARDO
Cuando balbuceaba mis primeros cuentos, a fines de los 80, suponía que la literatura “seria” debía ser realista y que la libertad del autor se constreñía a lo formal: a elegir la estructura narrativa más apropiada para sus ficciones. La realidad era tan urgente y compleja (eso creía) que los autores y autoras más relevantes concentraban su esfuerzo en cifrar lo real en sus relatos. Luego entendí que esa hegemonía era aparente (una miopía crítica) y que abundan los cuentos y las novelas que proponen una idea alternativa del mundo. Una literatura donde cabe el mito, los sueños, la magia, lo sobrenatural, que suele llamarse fantástica y que apunta, según Italo Calvino, a “la rebelión de lo inconsciente, de lo olvidado, de lo alejado de nuestra atención racional” (Calvino, p. 11).
Nacida a partir del Romanticismo como sublevación contra el materialismo y racionalismo ilustrados, lo fantástico es una tradición viva, en movimiento todavía. El mismo Calvino señala una mutación decisiva. A fines del siglo XVIII y principios del XIX, el cuento fantástico puso el acento en lo visual, en cuestionar “la realidad de lo que se ve: creer o no creer en apariciones fantasmagóricas, vislumbrar detrás de la apariencia cotidiana otro mundo encantado o infernal” (p. 16). Poco después, a partir de Hoffmann y de Poe, surgen otras ficciones cuya tensión no emana de lo visual, sino de lo cotidiano transfigurado por los dédalos psicológicos del personaje. Lo fantástico se interioriza, lo cual no significa que se vuelva subjetivo, sino que la realidad objetiva se confunde con los horrores subjetivos.
Pero lo fantástico no sólo se define en relación con su referente (el mundo natural o sobrenatural) sino también con el efecto que desea inducir. Según Roger Callois, lo fantástico “no podría surgir sino después del triunfo de la concepción científica de un orden racional y necesario de los fenómenos [justo] en el momento en que cada uno está más o menos persuadido de la imposibilidad de los milagros. Si en adelante el prodigio da miedo es porque la ciencia lo destierra y porque se le sabe inadmisible, espantoso” (Callois, p. 12). Esta idea es apoyada por H. P. Lovecraft, cuando sostiene que “un cuento es fantástico simplemente si el lector experimenta profundamente un sentimiento de temor y de terror, la presencia de mundos y poderes insólitos” (p. 16). Sin embargo, esta definición excluye a autores como Kafka, Borges o Cortázar, que proponen una ruptura del orden racional sin que quieran espantar a sus lectores. Según Jaime Alazraki, esos relatos, que denomina “neofantásticos”, no procuran aterrorizar mediante monstruos ni casas fantasmas, sino provocar una especie de perplejidad mediante lo que él llama “metáforas epistemológicas”: imágenes literarias “que no son complementos al conocimiento científico sino alternativas, modos de nombrar lo innombrable por el lenguaje científico” (p. 796).
Como lo explica Alazraki, el cuento “fantástico”, como fruto inmediato del Romanticismo, cuestionó el racionalismo científico y los valores de la sociedad burguesa, mientras que el “neofantástico” estuvo “apuntalado por los efectos de la Primera Guerra Mundial, por los movimientos de vanguardia, por Freud y el psicoanálisis, por el surrealismo y el existencialismo” (p. 797). En general, el término es pertinente para describir a un gran número de relatos, incluso los del “realismo mágico” (como Alejo Carpentier, María Luisa Bombal y Reinaldo Arenas), pero se queda corto ante ciertas escritoras que, sin olvidar las “metáforas epistemológicas” ni el “fantástico cotidiano”, proponen un retorno a lo “fantástico visual” y al horror. Es decir, un retorno a las raíces “góticas” de lo fantástico. Desde Silvina Ocampo y Amparo Dávila, estas autoras (como Mariana Enríquez, Samantha Schwebling, Mónica Ojeda, Raquel Castro) proponen imágenes visuales de lo psicológico y visiones alternativas al conocimiento científico, sin descuidar nunca su explícito deseo de aterrorizarnos.
Así, al describirnos las ruinas de una fábrica o los fantasmas de los desaparecidos, al cuestionar los valores de nuestro mundo heteropatriarcal, al hacer visibles los dioses y demonios de nuestro pasado ancestral, estas autoras (explícitamente “neogóticas”) reconocen su deuda con Mary Shelley, Ann Radcliffe, Sophia Lee y otras autoras “góticas”, pero sin descuidar el compromiso existencial con su tiempo y con su paisaje: con este mundo actual, cruelmente civilizado, donde la tecnología es utilizada no para eliminar la maldad del mundo, sino para multiplicar el dolor y el espanto. Un mundo que evade su terror a la muerte, mientras la gente camina sobre cadáveres sin tumba, traumas psicóticos, violencia familiar y de género, injusticias milenarias, crímenes cibernéticos y callados genocidios. Ante la pesadilla de la historia, que nos anestesia frente el dolor ajeno, las autoras “neogóticas” intentan reavivar nuestra sensibilidad literaria, atormentarnos con sus pesadillas para que aprendamos a encarar, con valentía, los terrores que más nos paralizan, adentro y afuera de nuestra carne.
BIBLIOGRAFÍA
Alazraki, J. (2010). “La narrativa fantástica” en Historia de la cultura literaria en Hispanoamérica. Fondo de Cultura Económica.
Callois, R. (1970). Imágenes, imágenes. Sudamericana.
Calvino, I. (2005). “Introducción” a Cuentos Fantásticos del siglo XIX. Siruela.