Por Brenda Ortiz Coss 🔥
Ya que se trata de aguzar nuestra mirada para recibir esta exuberante exposición, quisiera comenzar por algo que resulta evidente: el título elegido por el autor nos remite de inmediato a la canción norteña de los Cardenales de Nuevo León en la que se describe una situación de celos y de despecho, pues la voz cantante intenta tranquilizar a su celosa mujer para que no le prohíba salir a la cantina en la que se encuentra su examante, mujer bella y graciosa, pero, para su supuesto consuelo, despreciable. En la canción referida, la expresión “belleza de cantina” corona el insulto que la voz cantante profiere en su contra: se trata de una belleza superficial, impresionante a primera vista, pero que lleva basura por dentro. Escrita por la música y poetisa Yvone Quezada en un baño público a la mitad de un baile, la letra se presenta tan clara y coloquial que no requiere mayores vericuetos para narrar una historia con la que podemos sentirnos curiosamente identificados.
Esta canción de complejidad tan sutil detonó en Luis Rolando Ortiz el deseo que había estado resguardando desde algunas décadas, cobijado por su admiración a la extensa obra de Rubens, pintor de la escuela flamenca que tuvo su auge entre los siglos XV y XVII en la ambigua territorialidad denominada Flandes. Rubens se caracterizó por impregnar su obra de color, sensualidad y tensión dramática; destacan en su producción artística los cuerpos desnudos y voluptuosos, de opulencia carnal muy atractiva. Tan marcado en la historia del arte se encuentra este rasgo, que hay en el diccionario un término, “rubenesque” o “rubenesco”, para referirse a lo opulento y rechoncho que complace al ojo con una composición recargada de sensualismo. Baste observar Las tres gracias de Rubens, el icónico cuadro en el que se representa a Aglaia, Euphrosin y Thalía, divinas hijas de Zeus que colaboraban con Afrodita en la preparación de banquetes celebrando la alegría de vivir, para apreciar los atributos estéticos que Rolando Ortiz acopió e incluyó en su propia creación.
En Las tres gracias, tres mujeres unidas por sus brazos aparecen formando un círculo; una de ellas se encuentra de espaldas al espectador para mostrar alegre la contundencia y complejidad de su carne resplandeciente. La mujer oronda de espaldas es otro motivo en los trazos de Rolando Ortiz; en sus composiciones, las modelos mantienen la vestimenta al mínimo mientras descansan despreocupadas en las bancas de una barra o posan en grupo para multiplicar el impacto que provoca la visión descarada de sus curvas audaces. Cuando no están deleitando a los comensales de la cantina, las rubenescas acompañan a los intelectuales que se dan cita en el lugar para intercambiar impresiones, charlas casuales o bromas que provocan sonrisas aderezadas con su presencia barroca.
Son estos artistas otro componente de la colección de Rolando Ortiz, quien ha querido referirse a los orígenes del arte moderno gestado en las cervecerías de Montparnasse, barrio francés en el que famosos escritores, poetas, músicos e intérpretes se reunían e intercambiaban ideas durante el joven siglo XX, inocente aún de los horrores de las guerras mundiales. Ahí mismo, ya desde el siglo XVIII, en el marco de la Revolución Francesa, salas de baile y cabarets habían abierto sus puertas atrayendo a artistas de todo el mundo. Montparnasse tenía talleres de bajo precio y cafés económicos que facilitaban la sociabilidad, lo cual fue aprovechado por los creadores para enriquecer y difundir su producción e ideas. A la postre, estas actividades convertirían a este barrio parisino en el eje de la modernidad.
¿Se parecen los cafés y cervecerías parisinos a las cantinas en las que las exuberantes rubenescas pasean sus carnes? “Difícilmente”, responderá el ojo no entrenado, pero Rolando Ortiz tiene el secreto para encontrar un parentesco estético al escenario que pasa desapercibido en el mar de situaciones y vivencias que los borrachos habituales, los oficinistas desencantados, los noveles despistados y los artistas meditabundos congregan en torno a una barra que no descansa. Las “ambiguas horas que mezclan al borracho y al madrugador” albergan los proyectos más temerarios y vanguardistas; un cúmulo de ideas se agolpa en la pista para mostrar sus mejores pasos. En el ojo de la noche se gestan los cuadros, la poesía y la música que darán a la vida la ilusión del por qué ser.
Las cantinas de México tienen sus antecedentes en las pulquerías que tanto repudiaron las autoridades novohispanas por considerarse hoyos de depravación y desorden. No hay consenso respecto a cuándo se fundó la primera cantina: algunos señalan el año 1805, pero otros se refieren a la influencia de los soldados norteamericanos llegados a la Ciudad de México en 1847, quienes demandaban lugares donde les sirvieran un trago mientras consumían también algún alimento. Desde entonces, las cantinas se convirtieron en sitios frecuentados por hombres de todos los extractos sociales: lo mismo obreros que jefes de estado brindaban y se divertían, lloraban y se consolaban en consenso; sólo en específico la entrada se prohibía a las mascotas, las mujeres y los militares. La cantina ha servido como sitio expiatorio al que acuden quienes, por exigencias sociales, no pueden llorar ni lamentarse en público; lejos de la mirada inquisitiva de sus esposas o sus queridas, los señores desgarran su pena entre humo, música, alcohol y una imprescindible botana.
Pero no sólo los señores dan rienda suelta a su penar. Las cantinas también han servido como el escaparate sombrío en el que se sirve la carne fresca de la explotación sexual. De ahí que Rolando Ortiz retome este aspecto de las cantinas devenidas en burdeles representando entre sus rubenescas a Las Poquianchis, las infames hermanas que se dedicaron a tratar y asesinar mujeres con la venia de las autoridades corruptas, porque lo que se sirve en la barra de la cantina no es sólo el traguito derecho: también corre la doble moral y la hipocresía. ¿Podemos, como el protagonista de la canción, reprochar a una mujer que sea sólo “una belleza de cantina”, sin considerar su propia historia de explotación y desamor?, ¿podemos, como él, exigir a nuestras parejas que nos dejen ir a disfrutar a costillas del sufrimiento de las disfrutadas, mejores mientras más jóvenes y lindas? Y quién es peor, parafraseando a la siempre pertinente Sor Juana, ¿la rubenesca por la paga, o el que paga por pecar mientras le acaricia las magníficas piernas?
La obra de Rolando Ortiz expresa lo indiscutible de las cantinas: su belleza contradictoria, los matices que nos enloquecen hasta el éxtasis y nos hunden en la desesperación; extremos bastante parecidos a los provocados por el arte. Recorremos aquí esta gama de sensibilidades mientras nos deleitamos con la suntuosidad de la figura femenina en su expresión al límite, con la culpa lúdica de ser testigos de la encarnación misma del drama exquisito cuya médula daba origen al excelso cine de ficheras. Y mientras disfrutamos de la bacanal de la carne expuesta, los invito a que corra el trago y pase la vida, ¡salud!