Cuando uno está en ese momento específico de la vida en el que no se es niño, pero tampoco adulto, no nos percatamos de todos los cambios que ya están sucediendo alrededor, afuera, en los otros y en nosotros mismos. Si tenemos suerte, encontraremos algún compañero de viaje que también se enfrentará a sus propios cambios: amigas y amigos, vecinos, familia y algunos adultos que entonces creíamos ya tenían la vida resuelta y las decisiones de vida bien plantadas.
Sin embargo, cuando hemos pasado esta etapa tan chiquita, nos damos cuenta de que en realidad todos los adultos seguimos siendo, en el fondo, esos jóvenes ambivalentes entre la infancia y las responsabilidades. La vida no se resuelve, pero si alguna certeza chiquita puedo ofrecerles a mis pequeños lectores, es que la diferencia está en las herramientas que vamos colocando en nuestra mochila a las espaldas: la solidaridad, la amistad, el apoyo en la colectividad y el manejo de nuestra individualidad y emociones.
El viaje es largo, no voy a mentirles, y la complejidad se mezcla con la rutina y la monotonía. Salimos a la calle y nuestro transitar diario se confronta con otras realidades que amenazan acercarse: cuando pensamos que lo más complicado es sobrevivir, nos sobresalta la sentencia de que también hay que evitar desaparecer, tratar de no estar en el lugar incorrecto, vigilar los pasos de los otros y no confiarse de quien viene detrás de nosotros. Miles de rostros desaparecen para aparecer solo en una hoja pegada con cinta en las paredes de la ciudad.
Cuando leí Cometierra tuve dos certezas: es una novela de formación y la realidad supera el misticismo de la obra, por eso duele tanto. Luego, hace unos meses, leí la continuación de esta historia en Miseria y resultó que incluso mi propia realidad había cambiado totalmente: mi mundo se había reconfigurado casi en su totalidad.
Esto me hizo pensar si, de algún modo, este trance de la infancia a la adultez no es la primera de la que generamos consciencia porque precisamente es un hito, pero vienen una y otra y otras después. ¿Cuántas bifurcaciones, elecciones e hilos rojos soltamos cada día para tomar otros? ¿Cuántos barcos hundimos para que otro sobreviva? ¿Cuántos cambios nacen cuando se cambia de escuela, de trabajo, de ciudad y hasta cuando se le dice adiós a la familia?
De alguna manera, estamos de forma constante en una novela de formación. ¿Acaso no es un hito tanto en lo físico como en lo mental cualquier evento canónico, para bien y para mal, de nuestra historia? El encuentro con un gato negro debajo de una llanta, el adiós a los perrunos miembros de la familia de la infancia, la maternidad o la renuncia de ella, el empleo o el desempleo, la lectura o el bloqueo creativo.
Por eso y por muchas cosas, como el compromiso social de la argentina Dolores Reyes, la visibilidad de la lucha, la denuncia de la violencia de género, la constancia por evitar que los desaparecidos, sobre todo las mujeres jóvenes, dejen de tener voz, por darle una a aquellas que todavía no hablan fuerte, aquellas que ya deben rifársela solas porque el Estado es incapaz de proveer el cuidado que está obligado a dar.
Estimados lectores y queridas lectoras, les invito a conocer estas novelas de Dolores Reyes, a repensar nuestro lugar en el mundo, a abrir los ojos grandes para que las injusticias no pasen desapercibidas. No lo olviden, juntos ¡incendiamos la cultura!
Karen Salazar Mar
Directora de El Mechero