CITLALY AGUILAR
El carro va en neutral, bajando por una de las calles más inclinadas de la ciudad a unos 40 kilómetros por hora; lo controlo presionando freno y clutch, que es una de las primeras cosas que aprendí a hacer cuando empecé a manejar en estándar, porque me resultó no sólo fácil, sino placentero.
Hay un frágil goce en ciertas acciones cotidianas; frágil porque, a veces, por la prisa, ni siquiera somos conscientes de ello o porque no siempre podemos disfrutarlas. No así, este día en el que, precisamente por sentir esto es que decidí pasar por esta vialidad, aunque no queda precisamente cerca de mi destino.
El clutch o embrague es el pedal mágico de esta máquina. Sin él no podría arrancar el carro, meter las velocidades ni frenar con cuidado. En las primeras veces, cuando se me apagaba por no saber empujar el pie derecho en el momento exacto que con el izquierdo iba soltando el clutch, cuestionaba con amargura el sadismo de quienes inventaron este dispositivo, ¿no era más fácil crear botones manipulables con los dedos de la mano?, ¿cuál era el punto de hacerlo tan difícil de emplear casi todo el cuerpo? Orhan Pamuk, en El museo de la inocencia, describe la amargura que le ocasionaba a su protagonista no poder hacer esta acción:
“Mientras avanzaba lentamente conduciendo con cuidado por la pista de aprendizaje, frenaba al llegar al cruce, se aproximaba a la acera con tanta precaución como un cuidadoso capitán arrimaría su barco al muelle de la isla, y justo cuando yo le estaba diciendo «¡Bravo, muchacha, tienes mucho talento!», retiraba demasiado deprisa el pie del embrague y el coche empezaba a temblar y dar tirones como un viejo que se ahoga tosiendo. En el interior del coche que se sacudía estremeciéndose como un enfermo con toses e hipo, yo le gritaba: «¡El embrague, el embrague, el embrague!». Pero con los nervios Füsun pisaba el acelerador o el freno en lugar del embrague. Al pisar el acelerador los tirones carraspeantes del coche aumentaban peligrosamente y luego se detenía de repente. Veía cómo por la cara rojísima de Füsun, por su frente, por la punta de la nariz, por las mejillas, le chorreaba el sudor como agua.
“—Muy bien, basta ya —decía Füsun avergonzada secándose el sudor—. ¡No soy capaz de aprender, abandono! ¡No nací para conductora!”
Oh, cómo comprendí a Füsun en esas páginas. Qué difícil para nuestros cerebros lograr esta coordinación. Mucha gente cree que lo más difícil de conducir es dominar el volante, y quizá así lo sea en un auto de transmisión automática, no así en uno manual, porque en estos lo complejo radica en la relación de los pies sobre los pedales, que deben alternarse cuando se requiere. Pareciera la coreografía de un baile, pues si pierdes el ritmo y no pisas el clutch a tiempo para meter segunda escuchas cómo un fierro rasga una parte de la carrocería, y sientes el rasguño casi en el cuerpo, entre los dientes.
En ese sentido, el clutch es indispensable. Lo empujas con el pie izquierdo si vas a pasar a segunda, tercera, cuarta, quinta, e igual lo presionas cuando requieres el orden descendente. Conforme lo dominas, vences el arte de avanzar sobre el asfalto. De igual manera, sólo lo sueltas cuando aceleras, nunca se deben empujar el clutch y el acelerador a la vez si no se quiere estropear todo el sistema. Por ello, el embrague es la consciencia de manejar, es decir, es la pausa antes de actuar.
Para una persona impulsiva, como yo, el clutch es el recordatorio de tomarme unos segundos antes de actuar: no le escribas ese mensaje, no subas ese meme que es una indirecta en tus historias, no te tomes otra cerveza, no envíes ese ensayo que acabas de escribir sin antes presionar el embrague de tu mente; es una breve, pero efectiva reflexión sobre la prudencia. No es casual que los pedales de clutch y velocidad no puedan presionarse sincrónicamente; es una incompatibilidad epistémica, pues es imposible reflexionar y actuar simultáneamente, o al menos no lo recomendable.
Y, también, el clutch tiene la habilidad de dejar fluir el vehículo cuando va en neutral, como ahora, a la vez que mantiene el control del mismo: escribe el mensaje si te hace sentir mejor, sube el meme si quieres que esa persona te bloquee, toma otra cerveza y pide un Uber, envía el ensayo después de darle al menos una revisada.
En ese sentido, conducir un carro de transmisión manual bien podría tener la función de demostrar lo importante que son las pausas, pues en esos segundos en los que hay que recordar presionar el embrague antes de que se transmita la energía del motor a la caja de cambios y a las ruedas, activamos la conciencia sobre el acto mismo de la rapidez. ¿A dónde vamos siempre tan rápido?
Así, desciendo a buen ritmo, sintiendo la fuerza de la gravedad sobre la máquina, siento el suave deslizamiento, siempre con el pie sobre el clutch, por si de imprevisto requiero frenar o meter un cambio, o lo que es lo mismo: con el conocimiento pleno del placer del recorrido y de los posibles inconvenientes.