Por Alejandro Ortega Neri
El poeta Alberto Avendaño me soltó de un trancazo por WhatsApp que Cormac McCarthy se acababa de “petatear”. Era la media tarde del martes 13 de junio y aunque la ola de calor parece que venía a quemarlo todo, la noticia me dejó helado. Sabía que el viejo rondaba los 90 años, pero siempre pensamos que nuestros ídolos son inmortales. La muerte es inevitable. Me dolió y supe por las mismas palabras de Avendaño que así fue porque “nuestros escritores favoritos son como de la familia”.
Supe que amaría a Cormac McCarthy desde la primera vez que lo leí. Devoré en mi habitación No es país para viejos en unas vacaciones de verano y el maldito me tocó. Luego, según mis posibilidades y las existencias en librerías fui comprando todo lo que encontraba de él: a la novela mencionada le siguieron Sutree, un ladrillo sombrío de más de 600 páginas; La carretera que leí, como debía de ser, en un viaje; Todos los hermosos caballos, El guardián del vergel, El sunset limited y apenas, iniciando el año, su testamento literario compuesto por dos novelas El pasajero/Stella Maris. Me fascinaba su capacidad para crear paisajes físicos e interiores. Un escritor fronterizo, no solamente por encontrar en estas geografías las características para desarrollar el carácter de sus historias, sino porque también sus personajes, me parecía, estaban siempre en la línea que divide las fronteras del bien y el mal, de la ética y la moral, de creer o no en la bondad, de creer o no en Dios. McCarthy se forjó en esas fronteras y confieso que me gustaría saber dónde está ahora y qué piensa él de su muerte.
Si bien me ha pasmado cada uno de sus libros debo confesar que siento un cariño inmenso por Todos los hermosos caballos porque encontré entre sus páginas llenas de polvo, de vaqueros aventuraros y enamoradizos, que McCarthy estuvo en Zacatecas y que me descubrió la ciudad, en apenas unas cuantas cuartillas, como pocos lo habían hecho.
“El tren se detuvo en Zacatecas al caer la tarde. Salió de la estación y a la calle a través de los altos portales del viejo acueducto de piedra y entró en la ciudad. La lluvia los había seguido desde el norte y las estrechas calles de piedra estaban húmedas y las tiendas cerradas. Caminó por Hidalgo y por delante de la catedral hasta Plaza de Armas y se registró en el Hotel Reina Cristina. Se trataba de un viejo hotel colonial y era tranquilo y fresco y las piedras del suelo del vestíbulo eran oscuras y brillantes y había un guacamayo en una jaula vigilando las idas y venidas de la gente”.
Con este fragmento McCarthy inicia la travesía de dos días de su personaje John Grady Cole por Zacatecas. La novela, que le valiera el National Book Award, es la primera entrega de la llamada Trilogía de la Frontera, completada con En la frontera y Ciudades de la llanura, que narra la historia de John Grady Cole, un muchacho texano de dieciséis años que en 1949 decide, junto a su amigo Lacey, huir a México para trabajar de vaquero en un mundo marcado por la violencia y la dureza.
La novela de McCarthy es de una belleza apabullante. Enmarcada en un paisaje moral y físico, como es la frontera de México con Estados Unidos, el narrador, con su característico estilo seco, logra una historia de emociones fuertes y épicas, en las que, como su nombre lo dice, los caballos y la sangre caliente que corre por sus entrañas irán marcando el tenor de la historia.
Pero lo que llama la atención cuando se lee, sobre todo para los que nacimos en esta tierra de cantera y plata, es la descripción tan fiel que hace Cormac McCarthy de las calles y callejones de Zacatecas, así como de la gente y las costumbres del lugar, lo que significa que ese “gregario solitario”, como lo describió el New York Times, que rara vez concedió entrevistas, caminó por Zacatecas y el único registro que nos dejó de su paso fue una hermosa novela.
“Paseó por las estrechas y tortuosas calles de la ciudad y las pequeñas plazas escondidas. La gente parecía vestir con cierta elegancia. Había dejado de llover y el aire era fresco […] Al final compró un collar de plata muy sencillo, pagó a la mujer lo que pidió, la mujer lo envolvió en un papel con cinta y él se lo metió en el bolsillo de la camisa y regresó al hotel”.
Cada que releo estos pasajes no dejo de imaginarme al mismísimo McCarthy personificado como su John Grady, quizá con unos vaqueros desgastados y una ligera chamarra para soportar el frío zacatecano, mientras como soundtrack suena quizá algo de Johny Cash, Willie Nelson o Tom Waits. Hoy, ese hotel donde se hospedó el personaje y su enamorada Alejandra ya no existe. Desde inicios del nuevo siglo se convirtió en el Hotel Emporio, pero cerca de ahí permanecen algunas tiendas donde se vende la plata y cada que paso imagino a McCarthy-Cole dejando a un lado la dureza para, con cuidado y tiernamente, seleccionar el regalo que adornará el cuello de Alejandra.
El final de la travesía por Zacatecas de John Cole y Alejandra culmina con una visita a los callejones y plazuelas que esconde la catedral: “Ven, dijo. Te enseñaré una cosa. Le condujo hasta los muros de la catedral y, a través de la arcada abovedada (Callejón de las Campanas), a la calle del otro lado. ¿Qué es?, preguntó él. Un sitio. Subieron por la calle estrecha y sinuosa. Pasaron frente a una curtiduría. Una hojalatería. Entraron en una placita y ella se volvió. Mi abuelo murió aquí, dijo. El padre de mi madre. ¿Dónde? Aquí. En este lugar. Plazuela de Guadalajarita. Durante la revolución. Sí en mil novecientos catorce. El veintitrés de junio. Estaba con la Brigada Zaragoza al mando de Raúl Madero. Tenía 24 años”. Le platica Alejandra antes de que partan a la vieja estación del tren donde uno se la llevará a Torreón.
Sé que Cormac McCarthy estuvo aquí porque nadie describiría el camino a la Plazuela de Guadalajarita que no es ni un sitio de referencia, turísticamente hablando. Pisar las mismas calles y releer los pasajes de Todos los hermosos caballos me hace sentir cerca de este escritor, como si fuera de mi familia como dijo Avendaño. ¿Habrá recordado una vez McCarthy las calles de Zacatecas? ¿Sus mañanas frescas, sus vendedores de dulces y fresas? ¿Habrá vuelto a ver sus calles “estrechas y tortuosas” en su última cabalgata sobre el lomo de un hermoso caballo antes de cruzar otra frontera más? Cuando se trata de escritores de este tamaño en vano hago preguntas que sólo el rumor del viento contestará.
Fotografías de Alejandro Ortega Neri