GABRIELA D’ARBEL
Mira las lápidas a lo lejos, se le figuran una dentadura de mármol que sonríe. Francisco se acerca tímido, acomoda un manojo de cempasúchiles como soles marchitos, velas, sal y comida sobre la tumba. Ese día de muertos el cementerio luce lleno de personas que comen y beben con sus difuntos igual que él. Alicia está ahí, la ve de lejos. A Francisco le duele la cabeza, no quiere escuchar las palabras que ella quiere decirle, los reclamos que le duelen hasta los huesos.
Recuerda el día que la conoció todos sus pensamientos más rígidos se pulverizaron. Todo comenzó cuando sus rumbos se cruzaron en la avenida Carranza a la misma hora, después fue una necesidad verla por las tardes. Primero fueron miradas, luego el saludo, un café para romper el hielo, horas platicando en el barecito de Bolívar.
El olor de las flores se ha secado dentro de la nariz de Francisco; les pone más agua a las flores, aunque sabe que no revivirán. Ahora parecen soles ahogados.
Después de horas, la gente ya empieza a irse, la oscuridad arrastra los residuos de luz, atrás de los cerros.
Lo interrumpe de sus pensamientos el guarda del cementerio que, con voz tímida, le pide que se retire, porque ya van a cerrar.
Pero él, ajeno, recuerda la felicidad de sentir su cuerpo junto al de Alicia. Era tan hermosa. Después de unos meses se fueron a vivir juntos, no podía creer su buena suerte. Esa misma noche descubrió que los dos padecían de insomnio y muchas veces se levantaban a las tres de la mañana, para comer dátiles y copas de mezcal, luego hacían el amor. Solo con ese ritual se volvían a dormir.
Desde la niñez, el insomnio siempre fue una agonía, todos dormían menos él, despertaba a las tres de la mañana y permanecía en vela hasta que amanecía. Su abuela le decía:
—Es la hora del diablo, ¿por qué te despiertas a esa hora, escuincle del demonio? Ya no te soporto, que no ves que es la hora en que el diablo se burla de Dios —Francisco aterrado, se escondía debajo de las sábanas con la esperanza de que la abuela y los miedos nocturnos se fueran para siempre.
Alicia y él compartían con alegría el insomnio y brindaban por la hora del diablo, como un homenaje irónico a la maldita abuela, pero una de esas madrugadas todo cambió. Se quedaron dormidos y él, ya demasiado borracho, olvidó apagar su cigarro y el colchón se incendió. Fue tan rápido que no supo que hacer, estaba muy aturdido por el alcohol y de forma extraña el fuego se extendió muy rápido, podría jurar que una silueta en llamas abrazó al cuerpo de Alicia.
Los dedos ligeros del sol de noviembre rebotan en las tumbas. No quiere voltear hacia el nogal porque la silueta humeante ya está entre sus ramas, baja y se acerca, oscureciendo el camposanto.
Él susurra algo sin sentido, son las palabras inútiles de la culpa, es el fuego, son las quemaduras de ambos, los gritos, la muerte. Ni el agua de la jarra sirvió para salvarla, todo era confusión. Alicia agonizó cuatro días en la cruz roja. Piensa que la abuela desde aquel día y también en la hora del diablo.
La silueta humeante se acerca cada vez más, hasta que lo toma del brazo y vuelve a incendiar sus heridas, una y otra vez para que no olvide.
Cuando no es día de muertos, los nombres en las lápidas permanecen cubiertos de hierba, pero en la tumba de Alicia, Francisco no deja que las ramas cubran el nombre que ya no puede pronunciar, pero tampoco abandonar.
Oculta con las manos su cara arrugada, entierra las uñas en sus mejillas, pero el dolor interno no se calma.
El día de muertos arde y se consume como una colilla de cigarro. Ya no queda nadie. Él trata de pararse, pero no puede: el peso de Alicia no lo deja moverse, ella le exige que se quede. A pesar de todo, Francisco se levanta con las piernas temblorosas, le pide entre sollozos y sin mirar sus ojos de lava ardiente, que lo deje ir, que él regresará mañana como siempre, desde hace veinte años.
©Frontera Mictlantecuhtli, Javier Alejandro Sandoval Pérez, 2024 (linóleo).