Por Daniel Martínez López 🔥
Sin hablar en términos psiquiátricos, todos hemos sido maniáticos en algún momento. Desde el coleccionista de cómics o mangas que no puede dejar pasar un número o daría lo que fuera por completar una preciada colección o tener un valiosísimo número uno; cuando encontramos alguna banda o artista con el que experimentamos una conexión íntima y escuchamos cada canción de cada álbum de toda la discografía, o incluso exploramos las rarezas o nos sabemos las letras de todo un álbum; cuando leemos la obra completa de un autor, incluso más de una vez, por amplia que sea. El hincha apasionado que ve todos los partidos y compra todas las camisetas; el cinéfilo, que ha visto todas las películas de tal o cual director; el fanático religioso, el adorador de un político, la presidenta del club de fans… Esa es la clase de manía que hemos experimentado cuando la entendemos como “afición exagerada por alguien o algo”. Por supuesto, lo “exagerado” no cuenta para nosotros los maníacos.
También se han dado, en ciertos momentos y lugares de la historia, lo que podríamos llamar manías generalizadas o socializadas, cuando ciertos sectores de la población le rinden culto a alguna figura, persona o grupo de personas. Un caso conocido de este tipo de manías masivas es el de la lisztomanía y “fiebre Liszt”. Hay una idea muy difundida que dice que Franz Liszt, el compositor y virtuoso pianista húngaro del siglo XIX, fue el primer rockstar de la historia. Irene Vallejo, en El infinito en un junco, así nos lo cuenta: si a las estrellas de rock sus fans les lanzan ropa interior, a Franz Liszt le arrojaban joyas; era una especie de sex symbol del siglo victoriano. Sus interpretaciones y poses extasiaban a las audiencias; realizó giras multimillonarias, asediado por fans que se darían cualquier cosa por una cuerda de su piano o un mechón de su cabello. La palabra celebrity —nos dice—, se utilizó por primera vez refiriéndose a él.
Así también nos lo presentó —con bastante libertad creativa— la película de Ken Russell, llamada precisamente Lisztomania, de 1975 (a propósito, ese mismo es el nombre de una muy recomendable canción de la banda francesa de indie rock, Phoenix). Ahí podemos ver ni más ni menos que a Roger Daltrey (vocalista de The Who) interpretando a un Franz Liszt disoluto y mujeriego, agitando a las audiencias femeninas con su presencia y sus interpretaciones y que además debe exorcizar a un fascista Richard Wagner para recibir la bendición del Papa de Roma, interpretado por Ringo Starr (baterista de The Beatles). También hace su aparición otro rockstar: Rick Wakeman (tecladista de Yes) personificando a Thor.
Acaso se pueda hablar también de una “dickensmanía”. Charles Dickens, el novelista inglés contemporáneo de Liszt, también causaba furor entre las masas, no sólo por las grandes obras que concibió: también por la manera de difundirlas. La llamada “novela de folletín” consistía en la publicación periódica de los capítulos de una novela u otra clase de obra en prosa, ya sea en periódicos o en tomos independientes que luego conformarían la colección de la obra completa. El caso de Dickens era una verdadera sensación: las multitudes esperaban ansiosamente un nuevo capítulo de sus novelas como hoy en día aguardamos un nuevo episodio o temporada de una serie en Netflix. Una vez publicado, enseguida las personas se abalanzaban a comprar el periódico o el tomo para conocer el devenir de sus personajes predilectos. Se habla de cientos de miles de personas: incluso se calcula que cuando se publicó el pasaje de la muerte de la pequeña Nell en The old curiosity shop, fue leído por medio millón de personas.
Otra forma de difusión de las novelas dickensianas fueron sus célebres lecturas públicas. Estas representaban muchas veces la premiere de sus capítulos, y las personas se arremolinaban, excitadas, para lograr presenciar el espectáculo, donde salían a relucir la popularidad y las habilidades histriónicas del escritor. Las entradas eran muy cotizadas y es muy probable que existiera ya la especulación y la reventa. Algo parecido a cómo hoy nos lanzamos a comprar un boleto para poder ir a ese festival o ese concierto en el que tanto ansiamos ver a nuestros ídolos musicales.
Para finalizar, la última gran de estas manías fue, por supuesto, la beatlemanía. Pero ese es otro tema. Por ahora baste recordar el concierto en el Shea Stadium y aquel 9 de febrero de 1964, cuando se presentaron en el Ed Sullivan Show con una audiencia televisiva de 74 millones de personas, es decir, la mitad de la población de Estados Unidos para entonces. Mientras tanto, y sin llegar a ser David Chapman, sigamos siendo maníacos, porque estas manías por las llamadas cultura y cultura popular, enriquecen nuestras vidas.