Fotografías: Alberto Avendaño
LUCIANA LOERA
En el silencio del Ex Templo de San Agustín, las paredes susurran colores y figuras que parecen respirar. Las pinceladas de José Esteban Martínez tejen un universo donde lo real se desdibuja, donde el corazón no se encuentra: se siente, se vive. Esta exposición es un viaje a través de emociones, texturas y memorias atrapadas en cada trazo.
Un rostro emerge, mitad humano, mitad ensoñación. Su mirada ausente cala más hondo que mil ojos abiertos. El sombrero es un presagio, un eco de historias por contar. El vestido, un jardín que florece en cada rincón de su piel pintada. Es un retrato que no exige palabras, porque cada trazo ya habla de lo eterno, del misterio que todos llevamos dentro.
Más allá, un mosaico de casas y cuerpos se alza. Sus formas son fragmentos de sueños atrapados en color, pedazos de un pasado que se rehace en el presente. Ventanas como heridas abiertas, puertas que se convierten en bocas de historias no contadas. Y en medio, un pájaro vibrante, que parece a punto de volar más allá del lienzo, llevando consigo la memoria de un pueblo. Cada figura parece guardar un secreto, un anhelo que sólo puede ser desentrañado por quien se detenga a mirar.
En otra esquina, un hombre de sombrero ancho y bigote curvado sonríe con ironía. Sus gafas ven lo que nosotros apenas intuimos. Rodeado de un amarillo brillante, parece más vivo que el sol mismo, un eco de vida y nostalgia. Es un personaje que invita a preguntarnos: ¿cuánto de lo que vemos es real, y cuánto es lo que queremos creer?
La obra de José Esteban Martínez no se mira: se habita. Cada cuadro es un corazón latiendo en las paredes del templo, un recordatorio de que lo perdido está siempre al alcance de nuestros sentidos, si aprendemos a mirar. Es una invitación a perdernos en la textura del sentir, a dejar que cada pincelada nos lleve más cerca de nosotros mismos.
Hasta finales de marzo, el corazón estará ahí expuesto, esperando a ser encontrado. Después, ¿qué quedará? Tal vez sólo el susurro de estos colores en nuestra memoria, recordándonos que el arte es también un refugio donde el corazón nunca deja de latir.