Afhit Hernández Villalba
1
Entregaba su cuerpo, su cuerpo muerto para siempre, su cuerpo imperfecto y perfecto a la vez, en el vilo de la noche sin ruido.
— ¿Cómo se llamaba?
—Andrea.
Silencio.
— ¿Y sus apellidos?
Silencio.
El velatorio de Galloso estaba siendo limpiado cuando entré. Un pequeño hombre robusto para su estatura, fregaba con presteza el piso con un trapeador que le sobrepasaba el cuerpo. Me entretuve viéndolo exprimir el pelambre sucio del trapeador, repasar las losetas blancas hasta dejarlas como espejos inertes. Me sirvió, porque en ese momento no pensaba en ella, aunque luego volvió a mí una imagen: “¿cómo se llamaba?”, me preguntó la recepcionista.
Andrea, Andrea, Andrea.
Ese verbo perteneciente al pasado: “se llamaba”, “ya no era”, y había que agregar “se vestía”, “le gustaba”, “decía”. Y otras personas aquí tan presentes, como este pequeño hombre que, indiferente, hoy, ahora, “trapea” en presente. Oye música en unos pequeños audífonos metidos en el oído, ahora, en el presente. Y ella, ya “se llamaba”.
Cuando terminó, mencionó un “conpermiso” rápido y sin tono. Y se fue, dejándome solo en esa sala sin flores, esperando la caja que contenía el cuerpo de Andrea, con su cadera pasada de peso, sus hombros caídos y sus ojos café claro que daban a su mirada esa lejanía que siempre amé.
No. Cuando alguien muere, “el presente” no es.
2
Los rezos. Los llantos. Su madre mirando con los ojos rojos un espacio en blanco en el presente. Lo sabía, siempre lo supe, me odiaba porque no fui lo que ella esperó para su hija. Se contuvo por Andrea. Ella siempre me defendía, hacía (o por lo menos lo intentaba) que su madre me viera de otro modo. Ahora que ella no estaba, no había ningún obstáculo para odiarme con libertad y holgura. Ni siquiera me miraba. Me miró en el hospital y eso fue suficiente. El lenguaje también es mirada.
La gente entraba, se quedaba un rato, se salía. Volvía a entrar, a quedarse para volver a irse. Todos nuestros amigos estaban ahí, excepto Abenamar y su mujer que habían salido del país y quizá no volverían para el sepelio. Habían sido avisados, sin embargo. No había allí ningún desconocido, ningún amigo de ella. Quince años de matrimonio y no le conocí ninguna amiga individual. Todos fueron amigos míos o “nuestros”, es decir que conocimos estando ya juntos. Otra vez, ese vacío de lo que compartimos me devolvía un dolor en el estómago, un golpe ácido de amargura en la garganta. Otra vez contener el llanto. Sí, estoy vivo. No cabe duda. Este sabor oscuro y este nublarse de pronto me lo recuerdan.
Ella no.
3
Creo que me he conducido como dicta la norma social. Abrazo, asiento con la mirada cuando me dicen que están conmigo, contesto sus preguntas de manera sincera. “Sí, fue rápido”. “No, en el hospital justamente”. “Gracias, gracias”.
Ahora sí su madre me mira. La descubro mirándome porque miro su reflejo en una ventana iluminada por las luces encendidas del jardín. No descubro en ella esa mirada de desaprobación que hacía que los besos de Andrea fueran más suaves y profundos, que el orgasmo durara un poco más. Me mira de otro modo. Claro. Está muerta, ¿cómo debería mirarme si no es así?
Ahora mira la puerta. Se levanta, lenta. Sale. Pareciera que persigue una sombra. La sombra de su hija única que sale por la puerta, imaginé. Algo me llega de repente con el sorbo del café. ¿Cómo será regresar hoy a casa? Seis o siete de la mañana, con la luz del amanecer, o quizá en la tarde, después de la cremación, qué más da. ¿Cómo será volver a la casa, con todas las cosas que dejó en su sitio?
Por un impulso que provenía de no sé dónde, me levanto. Dejo la taza de café sobre mi silla, salgo, como salió su madre persiguiendo la sombra que soñé, únicamente para distraerme de ese pensamiento infame. El mundo de Andrea sin Andrea. Las cosas en su sitio, su imagen y su vacío.
Veo a su madre hablando con un hombre. Corpulento, de anchos hombros y cabello largo. Los susurros llegan a mí como el viento frío que me detiene en la puerta. Su madre se altera, algo le dice con furia, quizá un no, o un sí o un vete. Se callan, se mantienen inmóviles sin hablar un rato. Los veo y ellos no a mí. ¿Quién es él?
4
Entro en silencio. Ya no quiero el café, ni los abrazos, ni la imagen del féretro blanco donde está ella. El mismo que me recordaba su presencia en estos momentos, aquí, encerrada, cautiva en su caja inmaculada. Quién es ése que no quiere pasar, que no llega a mí y me tranquiliza con un “lo siento mucho, soy el primo de Andrea”. Y ¿por qué susurran?, ¿por qué altera a mi suegra? No tengo ganas de pensar, parece una tontería. Carver. Un cuento de sepelio. Otra muerte. Las imágenes se agolpan en mí y las dejo libres en su asociación sin sentido real. Estoy cansado. Y estar cansado tiene plumas. Cernuda. Ahora empiezo a pensar en lo que conozco para no pensar en aquello que no domino y me atormenta.
5
Es una tontería. Mucha gente que no conozco debería estar aquí. Andrea tenía una vida, una vida sin mí también. ¿Hay aquí alguien que yo conozco y Andrea no? El cansancio me hace pensar en estas tonterías sin dudas. Pero otra vez tengo ese impulso nervioso que me saca de la silla. Todos me siguen con la vista, pero me dejan hacer. “Está destrozado, pobre”.
El arco de la entrada me intrigaba. No tiene puerta. ¿Es que acaso Galloso nunca cierra? Tardé un instante en darme cuenta de la estupidez en la que estaba pensando. No, claro que no hay puerta. Y ese hecho me hace pensar que nada detiene a la gente que quiera salir o entrar, como ese hombre que vi hablando con mi suegra. Aquí voy otra vez, pensando en eso. Me dirijo a la entrada. Quizá la calle vacía haga bien a mi psique. Lo veo. Sigue ahí en el mismo lugar. Se acerca. Me extiende la mano. No distingo a nadie en su rostro. Estrecho su mano y la encuentro fría. “Lo siento mucho. Soy Manuel”.
6
—No me conoces. No debías. No quiero escándalos. Quisiera también que no hubiera vergüenzas. Ya el destino nos da bastante. ¿Qué me dices? ¿No comprendes? No te alteres. Ella me amó. Hasta sus últimos días me amó. No sé decirte desde cuándo. Fue natural y así, de pronto. Qué más da. Vengo a lo que vengo. A que me partas la cara o me mates de un tiro en el corazón si dispones de un arma. Vengo a lo que vengo y no quiero otra cosa. Qué más da. Está muerta para siempre.
”Sí, te conozco de lejos. Esperaba en mi taxi a que te fueras. Quizá hasta alguna vez te llevé a tu trabajo en la biblioteca Vasconcelos, en eje 1 norte. Sí, me hiciste la parada y te recordé por las fotos que se empolvan en la sala de su casa. Acá estoy. Nadie dirá que soy un cobarde. Puedo ser un don nadie, pero nunca cobarde. Y ella está muerta para siempre.
”Con su madre, ah sí. Ella me conoce. Me quiere mucho. Soy amigo de Andrea desde que era niña. Bueno, desde que ambas éramos niñas. Se casó y la dejé de ver, no sé ni cómo se dio todo. Ya te dije que fue natural y bello. Logró crear un equilibrio, creo. Tantas veces le propuse irnos. Pero no podía, no podía dejarte así a ti. Te quiere mucho. Te quiere más que a mí, chingao. Ni modo. Las cosas de esta vida están mal repartidas. A ti te tocó todo y a mí nada. Supongo que lo único que podía hacer es lo que sucedió. La muerte vino a salvarla de este dilema. Para no dejar a uno u otro, nos dejó a los dos.
”Pues para lo que quieras. Para eso he venido. Su madre ya me lo dijo. No eres hombre de puños, pero si no quieres nada yo sí. Quiero ver el cuerpo, el féretro por lo menos. Ver si lo escogiste blanco, como debe ser. Si hay lirios blancos también. Tú lo tienes todo. Regresarás a tu casa donde están sus cosas. Su cálido vacío. Podrás abrazarte a su almohada, sentir su olor en sus cosas. Y yo, ni eso. Nadie me avisó que estaba en el hospital. Y aunque me lo hubieran dicho, no me hubieran dejado pasar. Las cosas están tan mal repartidas. Yo en un taxi, solo, y tú con ella, enteramente con ella. Entonces qué. ¿Me vas a dejar pasar o me largo de una maldita vez?
7
Mi suegra se levantó con la cara blanquísima cuando nos vio entrar. Los dos fumábamos. Los dos vestíamos de gris. Mi saco y su chamarra se confundían en el gris de la pared. Ambos mirábamos de frente al ataúd. Caminamos hasta estar a su costado. La poca gente que estaba despierta no pareció consternarse. Destapé la tapa de cristal. Lo vi estrujarse el corazón como si una bala le entrara de pronto. No quise mirar el cuerpo de Andrea. Nos quedamos en silencio. Él, contemplando el cuerpo inerme y yo, frío, compartiendo con él un dolor que ya no era totalmente de mi propiedad. Desvió mi mirada. Se metió las manos en las bolsas y sus senos se volvieron lánguidos. Todos lo vimos perderse en la entrada sin puertas de la funeraria.
Este cuento pertenece al libro La raíz de todos los males,
Premio Nacional de Cuento LGBTTTIQ 2016.