Por J. Luis Carvajal
Aunque puede cuestionarse el término, empleo el adjetivo “postvelardeano” para describir cierta poesía mexicana, escrita a partir de los años ochenta del siglo XX, que secuestró la herencia poética de Ramón López Velarde y la utilizó para financiar su propia búsqueda. La aplico sobre todo al estado mexicano de Zacatecas porque ahí (como en ninguna otra parte) los lectores y autores han sido abrumados por el culto oficial al poeta jerezano, un culto que amenaza con sepultar su obra bajo el polvo de la erudición anémica, del elogio vano y de la imitación creativa. En ese punto destaca la figura de José de Jesús Sampedro y sus dos primeros libros, Un (ejemplo) salto de gato pinto (1976) y Si entra él yo entro (1981), que destrozaron con arrojo sutil y con traviesa arrogancia los prejuicios que amañaban la llamada “provincia mexicana”.
La poética que Sampedro propone puede compararse con un collage automático, un cadáver exquisito, un ensamblaje de influencias, un artefacto cultural que se propone inducir al lector en un estado alucinatorio. La sintaxis de su verso se rebela contra la gramática oficial, armado con un (canoso) revólver surrealista y un arsenal teórico extraído de la contracultura. Su segundo libro, Si entra él yo entro, lo plantea desde el inicio, cuando describe (citando a Meyrink) el asombro del poeta ante su reflejo: “Estuve allí y él también, allí mismo: mi propio yo / así nos estuvimos mirando a los ojos —uno el reflejo del otro /… / paso a paso he luchado con él por mi vida / —por la vida que es mía, porque ya no me pertenece”. Este último verso parece asegurarnos que el yo existe sólo cuando se desprende de sí y se vierte en el otro: cuando el consciente se vuelca en el inconsciente, cuando el poeta se abandona al mundo, cuando el amante se disuelve en su amada. Entre más se desprende de sí mismo, el yo se fortalece en el otro: en el eterno nosotros que implica el amor.
“El blues de Sam” es un ejemplo claro y memorable de este desprendimiento poético, de ese descentramiento amoroso del yo. El poeta se declara enamorado de Sue Ann, una encantadora muchacha que “se encontraba cerca de la alambrada / buscando topos para el desayuno”. Él le suplica que no lo intente y se dispone a ayudarla. Cuando consigue cazar al topo, Sam la busca bajo el puente y declara: “vi a Sue Ann enteramente desnuda qué maravilla / una muchacha desnuda como Sue Ann no se ve todos los días”, tan sólo para descubrir que otro tipo, “Jim el retardado” se le adelantó. Derrotado, pero sin celos, Sam vuelve a su casa, “para mirar el día encima de las colinas / amarillo como mi corazón y las hojas de los árboles / hey hombre cánteme ese tristísimo blues del río del norte”. Una actitud inverosímil para aquellos que ven el amor como una guerra, no como un estado de ensueño, como una emoción que no necesita ser correspondida y que convierte el dolor en un blues, triste pero bellísimo.
Sin abandonar sus principios poéticos, Si entra él yo entro está formado por textos menos fragmentarios que los de su ópera prima. Con una coherencia onírica, casi narrativa, sus poemas fortalecen el vínculo del lector con el autor. Al referirse a Paul Robeson, a Serrat, a Meyrink o a los Kinks, entre otros, el poeta se alía con una actitud contestataria que hoy puede juzgarse candorosa, pero que retrata un ideal histórico concreto: el poeta como militante de la vida, la poesía y todas las figuras del amor: “entra tú mi querida manzana entra tú dentro está la vida / fuera está la vida / la defensa del socialismo, la defensa de la vida, nuestra defensa”.