El lenguaje de hoy no es peor que el de ayer.
Es más práctico. Como el mundo en que vivimos.
Noam Chomsky
La lengua, como parte imprescindible de la vida social, es el repertorio de procesos lingüísticos y extralingüísticos que marcan la vida de los hablantes. Pensemos en un bebé que utiliza los fonemas primigenios para intentar comunicarse con sus padres, ejemplo de ello es el sollozo, los sonidos que denotan alegría, tristeza, hambre y sorpresa. Aunque en este proceso de lenguaje no verbal no se habla de lengua y su conformación, sí logramos entrever su incidencia en la construcción de un futuro hablante: los significados de esos sonidos al momento de codificarlos por parte de los padres, el procedimiento comunicativo para entenderse uno a otro y, por qué no decirlo, cómo nos ven los demás desde nuestros primeros intentos de habla.
De esta manera comprendemos cómo la lengua refleja más allá del entendimiento entre hablantes —su proceso general comunicativo—, descubrir qué quiere decir el otro, de qué manera lo dice o qué intenta demostrar —como el sollozo del bebé cuando tiene hambre—. Continuando con el ejemplo, el bebé, ahora un poco más grande y con la habilidad de poder hablar después de la madurez biológica, mental y social de sus primeros años de vida, ya no sólo demuestra una comunicación hacia el otro respecto a sus necesidades, el hambre ya no simboliza el lamento, sino que la percepción ante ese momento o los demás de su vida infantil aumentan al momento de adquirir el lenguaje, el habla, su lengua, porque ésta traduce la realidad de la que formamos parte, que podría ser una convención interpersonal, en palabras de Paul Watzlawick, por todos los resultados de realidades de uno mismo, la sociedad y la cultura en la que vivimos. De esta manera, pues, se conforma lo individual y lo colectivo en la configuración de una realidad: el bebé que dio sus primeros pasos y sus primeras palabras y se inserta en un mundo donde los sonidos se convierten en lenguaje, y se expande la visión de mundo al adquirir la lengua, porque con ella comienza la identificación de los objetos, sentimientos, conocimientos y expresiones que antes eran naturales. En otras palabras, la cultura.
La lengua es una identidad cultural que nosotros como hablantes nos inmiscuimos desde el momento de adquirirla, desde que el bebé deja de serlo para convertirse en un infante que convive con la sociedad, que acude a una escuela y su proceso de habla se agranda. Aquí es importante identificar todos los rasgos que rodean al infante: la posición social de la familia, el lugar donde le tocó nacer o vivir —ciudad, estado o país—, ya que todo eso es importante porque la identidad es inseparable al ideal de cultura, de la lengua. ¿De qué manera enseñaron a hablar al infante?, ¿cuáles son las oportunidades de educación, cultura y oportunidades en general?, ¿en qué región se desenvuelve?, ¿con qué tipo de gente va a convivir? Cuestiones más o menos son las que aportarán a nuestra reflexión sobre cómo los sonidos del bebé se convierten en lenguaje y éste en lengua y ésta en identidad cultural, ya que se conforma desde el momento de ser integrantes de una familia inserta en comunidad de cultura y lenguaje.
En su nueva y primera visión de mundo, el infante aprende a ser él mismo, a desenvolverse en el ambiente que vive —rasgos que jamás se dejarán de lado—, se perciben mensajes de la sociedad —llámese escuela, familia, amigos— y de ahí surgen las influencias lingüísticas que dan identidad a los hablantes. La lengua nos une al pasado y proyecta al futuro, es un vínculo que une a una comunidad que comparte el mismo código. Por eso los hablantes de una misma lengua y de una región en específico tienen una identidad, así como nosotros, hablantes de un lenguaje primigenio y hasta cierto punto universal, nos convertimos en entes con identidad tanto individual y colectiva por vivir en una época y lugar específico: los bebés y los niños —nosotros mismos— se determinan socialmente por su lengua y su cultura en el transcurso de su vida.
Por Ezequiel Carlos Campos.