ÓSCAR ÉDGAR LÓPEZ
Con todo el amor para Mariel, mi amor
Hay formas de arte de acceso limitado, otras que son sectoriales y algunas otras que son públicas; más allá de la obligación de los estados para la difusión del arte y del desinterés de las mayorías por el mismo, prevalece el derecho al afeite de los espacios, derecho que las personas ejercen en el ámbito privado, pero que desestiman para el contexto abierto. La señora que barre la banqueta, el hombre que repinta color melón la fachada, el niño que garabatea, el adolescente aerosol en mano, están ejerciendo su facultad de crear y apreciar lo bello, algo que cambia según el grupo social, la formación académica, el gusto… casi siempre la tarea de “adornar” o “embellecer” será un ejercicio personal para satisfacer necesidades unitarias. Las mismas tareas, pero realizadas por la administración sustentan un trasfondo político, ¿existe un arte público no panfletario, meramente estético cuyas pretensiones no sean las doctrinales? La respuesta es sí, pero es escaso y casi siempre aparece un oportunista que encausa sus frutos para engrosar su canasta de viandas. Público y privado, el arte es un fenómeno de la vida humana, está en nosotros, distinguirlo y aún más, apreciarlo es una decisión personal.
En su conocido ensayo La estética anarquista André Reszler comenta algunas posturas críticas respecto a la popularización de las expresiones artísticas, en su mayoría las artes plásticas y la arquitectura, en textos de Proudhon y otros pensadores del siglo XIX, quienes consideraban que el arte se había transformado en mercancía capitalista asequible sólo para aquellos que pudieran pagarla, (en efecto esto es así, pero no en lo absoluto), en una fuerte diferencia con el arte público de las polis griegas y luego las urbes Italianas que en su “Renacimiento” recuperaron el fino gusto de llevar el arte a la calle, en donde debe estar, pues se trata de un bien humano, que no debería monopolizarse. Las obras de arte en la calle no sobrevivirían inalteradas, en menos de una semana serían víctimas de la barbarie, la protesta o el más fútil vandalismo; por ello se crearon los enormes reservorios llamados museos, surgiendo así la separación entre un “arte de museo” y “arte de la calle”.
El graffiti es arte, pero sus pretensiones suelen ser más inmediatas, no aspira a la trascendencia sino que se afirma en lo efímero, no persigue la pulcritud técnica, sino el gesto combativo, muchos artistas del graffiti vueltos al muralismo suelen espumar de rabia cuando otros firman (ponen su tag) sobre sus piezas o hacen “pintadas” sobre sus creaciones, enojarse por esto es no comprender la naturaleza clandestina y radical de este tipo de expresión artística. Las formas de arte callejero más canónicas son el muralismo y la escultura de monumentos, ejercidas casi siempre con el apadrinamiento de iglesias, estados, grupos de poder y universidades; la mayoría de las veces ese tipo de arte no es sino la masa catalizadora de un sistema de creencias e ideologías bien delimitadas, véase por ejemplo el muralismo mexicano del siglo XX, el realismo socialista ruso, la terrible infraestructura monumental de Corea del Norte que postra a los ciudadanos de bruces ante ridículos líderes de vanidad infinita. En años recientes hemos asistido a una oleada de muralismo apegado a la agenda woke, como cualquier otra forma de arte que está supeditada a una ideología política o a una moral hegemónica y más allá de la calidad y la pertinencia de estas piezas lo que debemos recuperar es el derecho a ejercer la libre interpretación de los mensajes que sustentan a las obras, es decir: los fundamentos conceptuales no constituyen la totalidad de la pieza y no deben condicionar la respuesta del público. Otro muralismo existe, uno que no está apadrinado por el poder y la ideología y que se propone como sincera expresión, en el más puro ejercicio de “embellecer”, comunicar y compartir el sentido estético.
Mariel Molina Castro se ha dedicado por más de una década a producir arte público, es una artista que utiliza el espacio común como soporte de su obra, ya sean las plantillas de oficios tradicionales en gran formato con las que conmovió al transeúnte de la ciudad de Zacatecas en el 2012 o con los numerosos murales que ha realizado en su natal Tabasco, Zacatecas; ejemplo del cual es “Una tarde de calor en primavera”, pieza que realizó en la entrada del foro multiusos en el municipio mencionado dos líneas antes, esta obra de 3 x 6 metros, de un colorido vibrante y una perspectiva combinada entre la contra picada y el primer plano, nos muestra de manera emocionante elementos de la identidad local, como las manos de una anciana que teje en maravillosa metáfora a las aves que circundan el perímetro, las pitayas, el fruto primigenio del cañón de Juchipila, las aves, en especial el abundante petirrojo que alza el vuelo como el alma de un pueblo que, habremos de señalarlo, está casi olvidado a pesar de su riqueza cultural y ecológica, como tristemente sucede con la mayoría de municipios y comunidades alejados de las capitales.
Este mural no está condicionado por una ideología o una línea de pensamiento que busque ser impuesta, pretende, eso sí, conmover y lo consigue por la utilización magistral del color y la composición, tampoco está libre de contenido intelectual, de lo contrario sería pura cascara decorativa, lo que el espectador encuentra en esta obra es, como en las más grandes piezas de arte, una vinculación esencial de la persona con sus orígenes, con el origen de todos que son la tierra y la naturaleza. Vale la pena que si usted llega a Tabasco, Zacatecas, por cualquier razón, visite y aprecie está obra, una lágrima de profunda emoción caerá en picada desde su retina.