Una palabra puede ser una daga o una autopista, puede ser la puerta que se abre o un abismo que se cierra, una sentencia o un anhelo, respiración artificial o lluvia. La palabra puede ser un boleto de ida y vuelta, un canto de plegarias o una despedida, tierra o germen. La palabra me lo ha dado todo: me dio compañía y consuelo, cachetadas y mejillas ruborizadas, amigos y desencantos, trabajo y placer. La palabra ha sido mi barco, escudo y cómplice.
Hace ya algunos meses fui invitada al Festival Internacional de Poesía México. La semana pasada se concretó El Viaje, en el significado global de la palabra: me moví de una ciudad pequeña a la gran ciudad, donde conocí a sensibles poetas que también se apasionaban con los versos, que tenían el ímpetu galopando en su lengua, el movimiento no sólo fue geográfico, sino también espiritual. Aunque no lo pedí, el camino fue largo y, como sentencia Kavafis, tuve a Ítaca en mente, pero no apresuré el regreso.
He platicado con algunas personas de lo agradecida que estoy con la lengua. Estudié Letras y eso me ha abierto grandes posibilidades personales y profesionales, pero la escritura siempre ha estado para mí como único acompañante para entenderme en el mundo. La lectura ha sido una aliada en grandes momentos de soledad y crecimiento, en un diálogo interno que va más allá de subrayar una frase que ahora llevo tatuada en el brazo derecho.
En este festival de poesía, más allá del encuentro evidente con los otros, pude corroborar a ese grupo de personas que se desnudan a través de las grafías, que desentrañan sus cotidianidades, que abren la piel para mostrar las heridas más profundas y que, además, muestran la epidermis con orgullo. Sobra escribir sobre un día de campo con mamá para decir el amor que se extraña en vida y muerte, está de más hablar de hormigas caminando alrededor de las hojas para decir que hay miedos latentes en el crecimiento de una voz propia, se rebasa el lenguaje donde a veces el fonema se saborea más que el significado, una se ríe y llora y se mueve incómoda, asiente ante la imagen de una deidad desmitificada a través de su cuerpo de mujer.
Sin embargo, luego están también las dos o tres palabras que se alcanzan a cruzar mientras contamos las pocas horas que nos quedan de sueño, los nombres de las hijas e hijos, de los gatos y perros que acompañan nuestro hogar, los quehaceres que nos esperan en el comedor de la casa, las personas que se extrañan todavía más porque algo de nostalgia se despierta en esos viajes. Cruzamos árboles, fuego y salones de clase, vimos los ojos indiferentes de estudiantes que están incómodos ante las metralletas en frenesí de un poeta tras otro, pero también vimos pupilas abrirse y cerrarse con un par de poemas, con las ganas de asumirse escritores, de salir de la comodidad del diario para romper las barreras de la élite de nombrarse autor.
Una de las cosas con las que estoy agradecida, por supuesto, es con el encuentro de otros inadaptados que, como yo, disfrutan de la magia de teclear, garabatear y leer, de estar horas en la misma posición imaginando mundos creados por otros, creando otros que nacen del laberinto, las flores y los panes. Agradezco profundamente al equipo de Literatelia por hacer esto posible, por abrirnos las puertas de su hogar, alimentarnos y guiarnos, por hacer esta labor titánica contracorriente porque sabemos que los espacios autogestivos cuestan montañas, agradezco las atenciones, dejarme abrazar al gato del hogar y regalarnos el tiempo, el encuentro y la experiencia.
Hay una cosa que reconozco profundamente y es la necesidad de sacar la poesía de los lugares de nicho, de usar las sedes contempladas, pero también apropiarse de las plazas, los bares y las escuelas, quitarle prestigio a la palabra y darle sentido a aquella concatenación de ritmos e imágenes, bajar del pedestal a la poesía para hablar de la métrica en los corridos tumbados, hablar de que muchas veces también tenemos miedo de vernos expuestos y aun así estar ahí plantados frente al otro, entregando nuestra última prenda. ¡Dame un verso y moveré el mundo!
No lo olviden, queridas lectoras y estimados lectores, ¡incendiamos la cultura!
Karen Salazar Mar
Directora de El Mechero