
Por Sara Andrade
El acto de escribir, como posicionamiento político, se hace en todos lados.
Éste es el manifiesto de Dahlia de la Cerda: fuera del cuarto propio, o de las cuatro paredes metafóricas del privilegio de clase, todo lugar es bueno para escribir. Cuando te atraviesa la clase, la raza, el género y el sexo no tienes más espacio para moverte que entre los espacios que se abren entre esa urdimbre de trabajo-trabajo en casa-trabajo en la calle. Ahí es donde estamos las escritoras que no tenemos un brownstone en Nueva York, o una residencia creativa en alguna universidad de prestigio. O sea, la mayoría. O sea, todas salvo un par.
Ahí, también, es donde Dahlia vislumbra un nombre desde el cual partir teóricamente: los zulos.
Cito: “El zulo es la antítesis del cuarto propio; el zulo son las alcantarillas y los bordes”, o el caminito que te separa del suelo y el abismo, como explica la autora. Me recuerda un poco a la idea católica de que el camino de los buenos es un camino estrecho y difícil de andar. La vida de los jodidos es tan mala como el pecado. Pero eso ya lo sabíamos. Lo que no sabíamos y lo que Dahlia intenta aclarar, subrayar y recalcar es que lo que podemos hacer con esta existencia desde el agujero es activarla desde lo político.
Esto es lo que hace Dahlia al escribir Desde los zulos: su vida es suya, muy particular, como el patio de la casa de Tatiana, pero que es interceptada por su lugar de origen y por el dinero que tiene en los bolsillos. Ella lo explica así, y cito: “En la primera infancia no conocí la violencia a través de la discriminación sexista ni de la violencia de género. Yo era la niña a la que llamaban gata, naca, corriente, qué haces en mi colegio si eres pobre. Mi primera otredad fue la naquitud y no la mujeritud”.
La diferencia de la naquitud no sólo se refleja en las vivencias personales de las mujeres en la otredad, en el margen, sino también en el lenguaje. ¿Tienen las mujeres en el proletariado las palabras para pronunciar lo que viven? ¿Tienen el tiempo? ¿Tienen la cabeza para pronunciar lo que sienten y sueñan y sufren luego de trabajar doce horas al día? Dahlia reconoce esta brecha aparentemente imposible de sortear. Por eso rescato su epígrafe al inicio del libro, en el que Cherrie Moraga dice que no le falta imaginación, sino lenguaje, porque desde el lenguaje empieza la violencia misógina; porque el feminismo blanco enseña que sólo sufres en virtud de ser mujer, sin nombrar lo que le sucede a las mujeres como la autora, quien no escribe y teoriza desde un laboratorio o desde un café parisino, sino desde el patio de su casa, con todo y el tamborileo de la lavadora y el olor de la sopa de fideo.
Por eso hace la diferencia en el cuarto y el zulo, entre las niñas y las morras, entre el trabajo por gusto y el trabajo para la supervivencia, entre el feminismo y el feminismo blanqueado. El lenguaje es importante porque señala las precisiones epistemológicas y deja atrás las generalidades teóricas. Éste es el manifiesto de Dahlia, vuelvo a repetir. A lo largo de cinco capítulos nos explica en tándem lo que sucede en el panorama del análisis feminista de los zulos y lo que sucedía en su vida mientras ella también aprendía.
Aprendemos con Dahlia a lo largo del libro. Ésa es precisamente la razón por la que estamos aquí: porque la autora vivió los zulos y, además, tuvo el lenguaje para describir lo que veía en su camino de allá abajo a acá arriba, en el estrado de las presentaciones de libro. Ella lo dice así: “Llegué al feminismo porque la violencia tocó a mi familia”, y líneas más adelante, como para aclararnos porque llegamos a donde llegamos dice: “Mi carácter subversivo viene de nacimiento”. Hay violencias que no nos importan hasta que nos atraviesan, porque es imposible separar la vida de la teórica del punto de vista de la teórica. Éste es el manifiesto de Dahlia: no es una anécdota, dice, es un acto político. Y ahí entran todo el desmadre de existir: chismes, enamoramientos, emputamientos, momentos de éxito, momentos de funa y escracheo; epifanías y arrepentimientos. En los zulos todo pasa. Su trabajo como activista en Morras Help Morras ha iluminado ese camino también: nos explica que el problema de las morritas no es ser mujer o estar embarazadas, sino que a sus casas de lámina se les mete el agua cuando llueve. El problema de Dahlia no era que fuera mujer, sino que tuvo que empeñar su laptop para sacar el mes. El problema de muchas mujeres no es que lo son, sino que son mujeres pobres, sin estudios, prietas, gordas, enfermas, que son borrachas y adictas y explosivas, que son mujeres cuya vida es praxis política para el feminismo hegemónico, pero que solamente es vida para ellas mismas.
Compartiendo espacios con hombres, trabajando con los explotadores, amistando con la banda trans, lidiando con la enfermedad mental. La autora pone en evidencia al feminismo que te hace víctima encontrada con la existencia que te hace superviviente. Yo conocí a Dahlia precisamente ahí, cuando escribía sus críticas sobre la organización hipócrita del feminismo de la Ciudad de México y lo inútil que resulta querer enseñar teoría donde lo que se necesita es empatía, dinero, salud y casas con agua que corra limpia.
La autora dice: “Nadie es mejor activista por vivir en la precariedad”, pero si no se nombra la precariedad no existe entre aquellos que son capaces de hacer un cambio. O sea, entre todos nosotros. Los lectores de Desde los zulos, los que votamos, los que nos organizamos en una sociedad y permitimos, como una parvada, el cambio de la marea. Hacia el final del libro, Dahlia concluye: “El feminismo no es una secta y no tiene que portarse como una: el patriarcado no es el diablo, las conceptualizaciones del feminismo blanco no son la biblia y las feministas no somos perfectas. Las mujeres no somos ángeles y sí somos capaces de violentar. Un feminismo desde los zulos es mirar profundo, articularnos desde la metodología de las oprimidas, es un feminismo situado en los contextos, que priorice a las salvajes, a las otras y a las periféricas y a las groseras”.
Dahlia de la Cerda, Desde los zulos, Sexto Piso, México, 2023.