Por Óscar Édgar López
Madura la fruta en la rama y cuando cae es la oruga quien la devora; de similar manera maduran los seres humanos y también van a la fosa en donde se sacian los gusanos. Estar vivo excede toda definición, el único acierto es padecer la existencia en el cuerpo, sólo la sensualidad sin metafísica nos muestra que “algo hay”. Fantasmagoría o materia concreta, éter o hambre; sin un cuerpo ¿cómo podríamos decir que hemos vivido o que estamos viviendo? Otra cosa es el cuento de padecer al mundo, porque el único posible está en la imaginación, no es otra sino ella quien diseña para uno mismo y para los demás lo que ha de ser estar vivo, de tal suerte que para “ser siendo” siempre habremos de entrar en el mundo de los otros y hacer que los otros visiten el nuestro y ahí vamos en una confusión atómica.
Madurar para las personas puede referirse a más de una cosa, pero mayormente cuando uno es infante los adultos dicen que madurar es dejar de ser niño, hasta que uno crece comprende que en realidad te obligan a ello por pura envidia, porque llegar a ese punto no es más que domeñar la cumbre de la tragedia adulta, tomar posición en el rebaño, agachar la cabeza y esperar el viernes para romper, momentáneamente, las filas.
Desde otra perspectiva, menos pesimista, madurar implica comprender que la vida ni es para tanto, ni es para siempre; el individuo que se diluye en la masa llega a entender que su existencia es una particularidad dentro de lo plural y que de la misma forma se es hormiga, hongo del centeno o licenciado en derecho. Madura el que se entera de qué va esto de estar vivo, casi siempre con hartas batallas perdidas, pues saberse finito e intrascendente en una eterna sucesión de sujetos no es nunca agradable, mas llega uno a enterarse y a desear “feliz año nuevo” por puro amor al mitote, a sabiendas de que ni será feliz ni es nuevo.
Diego Leija, en su pintura “Maduré”, representa, así lo sospecho, el momento en el que la persona (quizá él mismo) enfrenta ese momento decisivo en el que se vislumbra la única verdad de la vida: que de forma irremediable habremos de morir. Sin escatimar en lágrimas que parecen de acero y luego, al tocar la tierra, estallan en radiantes flores de lava. El que sufre da paso al que, orgulloso, ve con gallardía al horizonte; la perspectiva aérea y el fondo geométrico nos hacen pensar en dos momentos de un mismo ser que con evidente melancolía se alumbra a sí mismo. ¿Y esos rollitos que bailotean sobre el que llora?, quizá las letras que cualquier niño traza sobre las libretas cuando la maestra acosa con la tarea y uno piensa, ¿siempre la vida pasará así, con un fastidio ardiente, con un suplicio inagotable?, lo sabré cuando “madure” y sigue rayoneando.