Por Azaret Zamudio
—¿Doctor, no hay otro tratamiento para…?
—No, Virginia, ya hemos hablado de esto.
—¿Hay posibilidad de que pueda escribir?
—Tienes que descansar tu mente.
¿Descansar mi mente? Si supieran que ella no para. En este cuarto ella y yo luchamos encarnizadamente para saber quién toma las riendas. En los últimos meses, por no decir años, he perdido sin duda alguna. Las posibles victorias que me podría adjudicar no son más que simples trampas de mi propia enfermedad, esos hurras que me alcanzan apenas para desempeñar algunas cosas de la vida que me encantaría vivir. Como las noches que escribo todo aquello que concibo al pasar por Russell Square o cuando me entrego a la imprenta, pero apenas y me alcanzan una docena de días, después no quiero salir de mi alcoba y luego, sin reparo, me proclamo como la más tonta de las mujeres que haya pisado la Tierra y me sentencio irreparablemente a morir. Sentencia que decidí acatar, como la tonta que soy, saltando de una ventana con apenas pocos metros de altura. Por supuesto, no morí. No tengo más que decir que soy la burla de los suicidas de la alta sociedad.
—Verás que con todo este tratamiento pronto regresarás a casa y podrás hacer lo que te dé tu voluntad…
¡Voluntad! Me lo dice mientras me tiene atada a una camilla sin posibilidad alguna de escribir. He obtenido una habitación propia muy diferente a todo lo que había buscado de niña. Habitación en la que, mientras se ilumina de este a oeste, no hay más que una rueda atascada de pensamientos dando vueltas sobre el mismo lodazal. Con un poco de misericordia médica podría escribir lo que me mata y después quemarlo para que no quede constancia del dolor que forma parte de mí desde que me alcanza la memoria.
—… y regresará la loba de Bloomsbury más feroz que nunca.
¿La loba de Bloomsbury? Ante mis pensamientos no llego a ser más que una perrita de alguna dama de la corte isabelina, temerosa de cualquier sombra del pasado que se deje ver. Las correas alrededor de mi cuerpo me parecen demasiado. La densidad de mis pensamientos podría ser suficiente para mantenerme anclada a esta camilla. Mis pensamientos son tan pesados que no permiten fluir las ideas volitivas, ni las comandas que le hago a mi cuerpo. Son tan densos que no hay espacio para que pueda pasar un “levántate, Virginia” más allá del eco de mi voz interna. Claro, no vaya a ser que me quiera matar otra vez. Hay tantos planes que incluyen mi final, pero falta ese impulso, esa chispa que viene del desconsuelo y que hace estallar la locura de los ahogados voluntarios.
Virginia, nombre de mal augurio, sentencia de la soledad, como si en esas letras estuviera impreso el destino de perder a todo aquel que se encuentra cerca de mí. Primero mi madre, luego Stella, después papá. ¿A qué Dios se le reza cuando se vive en el infierno antes de cualquier condena? No hay quietud que apacigüe las vívidas llamas de mi pensamiento. La respiración de George, su voz diciendo: “¿Qué quieres, Virginia, que me ensucie con las prostitutas?”; la carta que anunció el final de Stella, la pálida tez de mi madre, de mi padre; un grito que rompe el silencio del psiquiátrico y que hace emerger de mis ojos las palabras hechas agua, las historias corriendo para volverse nada; un grito que es más un timbre para que las enfermeras hagan su trabajo; un grito que rompe en los berridos de una niña atrapada en el cuerpo de una mujer; un grito que se apaga con éter.1
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1 Redoma, Revista de la Unidad Académica de Letras de la Universidad Autónoma de Zacatecas, pp. 87-88.