
Fotografías: Cortesía
IBÁN DE LEÓN
Que el mar constituye uno de los grandes temas de la poesía es una verdad tan grande como el empeño inabarcable de sus aguas. “Desde Homero hasta Joseph Conrad”, dice Gilberto Owen en ese enorme, hermoso poema que es Sindbad el varado.1 Porque ¿qué poeta no ha cedido al menos un verso al largo diálogo que se abre entre la arena y el horizonte, su marea dominical repicando en el pecho de la infancia, cualquier domingo, años atrás?
Rosa Vázquez no es la excepción. Detrás del silencio está el mar es un libro hecho del azul de las bahías, sus piedras, sus náufragos y ahogados, el gorjeo de sus aves y el oleaje del tiempo que se adentra en la memoria, como esas caracolas que puestas al oído nos devuelven el eco del verano. La fascinación que ha dejado en la piel el lamento del agua cuya sed no tiene un cuenco para saciarse. En este caso se trata de un mar íntimo, familiar, ¿qué mar no lo es?, y, sobre todo, de un mar interior: reflejo de las emociones que horadan los huesos, las primeras heridas y sus cicatrices posteriores, nostalgia de las costas. Con un lenguaje sutil y una arquitectura de sombras, el velo de lo que ocurre en las profundidades, la voz de estos poemas nos entrega en fragmentos un cuerpo de tristeza. Tiene la gran virtud de nunca darse por completo: ocurren atisbos, señales, pequeños resquicios por los que uno se asoma para armar un paisaje en el que puede apreciarse la silueta de alguien que mira en soledad la infinitud del océano. Hay una playa de arenas blanquísimas, tal vez, y unas cuantas palmeras rasgando la brisa, tras el sedal brillante del recuerdo, sin límites definidos.
Todos volvemos al mar para reencontrarnos, para reconocer nuestras pérdidas, nuestras caídas vitales. Así, el mar, en el libro de Rosa Vázquez funciona como el gran depositario de lo que somos. Hablamos, entonces, de un espejo: “el reflejo del oleaje revela/ la levedad del alma”,2 susurran dos versos en algún punto borroso de la página, porque ese alguien solitario que observa, en realidad se observa a sí mismo, mientras va descubriendo (y quizá rescatando) los restos del naufragio, sus antiguas heridas. Estamos hechos de sal y en ella moriremos, propone la autora, como una sentencia definitiva, al inicio del libro. Se trata de un mar íntimo, ya lo dije, que contiene el dolor, todos los dolores, pero también, agregaría, los momentos que alguna vez iluminaron una noche larga, antes del bálsamo del sueño. Nuestro peso niño se hunde en esas aguas que golpean la muerte y nos dejan un puñado de silencio. La marea se aleja, pero vuelve, punzante, aun después de secarnos junto al sol que nos alimenta y nos envejece. Y permanecemos solos frente a un hecho que se llama tristeza, seres desvalidos que no obtienen respuestas: porque es ausencia lo que vemos al asomarnos al agua, abandono. Hay un otro que se fue para no volver, que se extravió en el horizonte proceloso que nos contiene (la figura del padre emerge como un relámpago, súbito y breve, en la herrumbre de una silla).
Solos, por completo, atisbamos el mar que encierra nuestras pérdidas, ese gran espejo donde cabe lo íntimo y la desmesura. Ante esa soledad, la poeta que observa, o espera, o busca en el horizonte, escribe una bitácora del duelo que después nos regala desde su sensibilidad: frágil hoja de espuma rompiéndose en la brisa. Todo duele, asevera, y en ese instante a nosotros, lectores, nos queda claro que el mundo es una constante herida que a veces ignoramos. Los poetas, necesarios como el pan y la sal al centro de la mesa, nos recuerdan, con su estar en la noche del tiempo, el milagro cotidiano de la vida. Somos el mar y estamos solos, porque la tristeza es huérfana. Estas verdades, que atraviesan el libro de Rosa Vázquez de orilla a orilla, me recuerdan quién soy mientras paso de página o vuelvo, como el oleaje, sobre un verso que ha quedado pulsando al borde del silencio, detrás de las palabras.
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Referencias
1 Gilberto Owen, Perseo vencido, INBA, Ciudad de México, 2004, p. 12.
2 Rosa Vázquez Jiménez, Detrás del silencio está el mar, Coneculta Chiapas, San Cristóbal de las Casas, 2024, p. 28.