ALEJANDRO ORTEGA NERI
Fotografía: Ana Luisa Álvarez
El lugar más extraño en el que he comprado un libro ha sido sobre la reja de seguridad de una tiendita de esquina en el barrio de Santa Tere, una noche de diciembre en Guadalajara. “Si quieres dame lo del libro para comprar unas chelas”, me dijo el autor de éste. Minutos más tarde me lo entregó firmado en un garage que a su vez funcionaba de taller de arte y sala de exposiciones donde, justamente en esos días, se exponía algo sobre los Reynols, el grupo de rock experimental argentino liderado por Miguel Tomasín, un baterista con Síndrome de Down. En el lugar nos habíamos reunido un grupo de extraños para aceitar el oído libando cerveza antes de partir al concierto de Wilco en el Teatro Diana. El menonita zen decía en la portada del libro de un color rosa chillante con tipografía en amarillo que asemeja haber sido pintada con esténcil. Sólo un autor puede llamarle así a uno de sus libros y ése es Carlos Velázquez.
Días atrás, Velázquez me había preguntado por inbox si asistiría al concierto de Wilco en Guadalajara, el primero que daría la banda en México en el agonizante 2023. Era imposible no asistir, había esperado a la agrupación liderada por Jeff Tweedy desde que los conocí, precisamente, gracias a una crónica de Carlos Velázquez. “¿Vas a comprar el menonita?” Atacó de nuevo; y ante la afirmación, concluyó “cómpramelo a mí y nos tomamos unas chelas”. Cumplió. Sobra decir que fue una noche gloriosa: la compañera de mis días a mi lado, una de mis bandas favoritas dando un recital memorable y uno de los autores a los que leo con devoción echando chela con nosotros. Una selfie da cuenta de ello.
En el hotel, a la mañana siguiente, comencé a leer El menonita zen que no solamente marca el regreso de Velázquez al cuento, luego de casi un lustro de haber publicado Despachador de pollo frito (Sexto Piso, 2019), sino también el inicio de la colección que llevará su nombre la editorial Océano, ¡qué chingón! El libro me lo bebí a sorbos durante los días siguientes sólo para darme cuenta de que Charlyfornication no ha perdido el toque ni se ha ablandado, por el contrario, la madurez no sólo se refleja en su biología, sino también en su escritura, entregando relatos de mucha profundidad, más extensos y sin que le falte, as usual, el humor negro que viene a insuflar aire puro a esta burbuja con excesos de corrección política.
Fantasmas de punketos, un payaso al que le vuelan la morra, el dueño de una disquera independiente que planea su muerte, un enano albino, un morra fitness con debilidad por los batos gordos, la biografía coral de un rockstar desaparecido de nombre Yoni Requesound y un menonita que deja a un lado lo que su comunidad exige de él para entrarle a la meditación, son los personajes que danzan entre las páginas de este ejemplar sobre el que platiqué con Carlos Velázquez antes de su visita a Zacatecas para presentarlo.
“El libro tardó mucho tiempo en quedar porque es un libro con una extensión mayor que mis libros anteriores que tenían entre 130–135 páginas el más extenso, y la onda es que había mucha necesidad de que el libro quedara bien armado. Yo quería hacer un libro parecido a los anteriores; sin embargo, cuando le quité relatos no quedaba, se sentía incompleto; el libro estableció su propio cuerpo y sí hay diferencias, me siento un poco distinto con un relato más extenso, más de 60 páginas, que eso nunca lo había hecho y con las historias mucho menos hermanadas entre sí como los otros libros anteriores. Aquí hay cosas que ya había hecho en los libros anteriores, pero que están llevadas más al límite”, explica cuando le pregunto sobre el origen y las características de este libro de cuentos.
Con respecto a los temas, Velázquez vuelve a aquellos que le interesan y vemos en sus libros anteriores: la paternidad, la traición, la obesidad, pero confiesa que en El menonita zen “se trataba de soltarse el chongo a todo lo que da” y ver hacia dónde llevaban las historias que resultaron “muy disparatadas” y que fueron de su agrado. El libro, dice, pudiera ser una especie de La balada de Buster Scruggs de los Hermanos Cohen porque las historias van de un escenario a otro, pero todavía mucho más delirantes.
“El asunto de la lealtad, y por consecuencia la traición, es una cosa que está presente en la vida todos los días. Dentro de las relaciones interpersonales siempre está funcionando una especie de código; hay personas con las que el código nunca se rompe, se lleva de una manera distinta; hay personas con las que el código se respeta, funciona de una manera permanente que puede, incluso, llegar a fincar relaciones de 20 a 30 años, pero cuando ese código se rompe, es cuando las relaciones que creíamos de lo más sólido posible se comienzan a desmoronar y es ahí, donde yo siento, que habitan la mayoría de las historias”, señala cuando le pregunto por esos temas que le interesan y que aparecen, sobre todo, en los cuentos “El código del payaso”, “Discos Indies Unidos, S.A. de C.V.” y en el que da nombre a la colección, “El menonita zen”.
“Yo siempre había querido escribir una historia sobre hermanos (“El código del payaso”), obviamente no sobre hermanos que se llevan bien, que sí hay casos, sino de los que todo tiempo están en una competencia feroz y ése es el mejor campo para llevar a cabo este experimento social de lo que significa la lealtad y la traición, porque en el libro, en general, está el tema de la lealtad no como algo meramente positivo, sino como algo que puede llevarnos al abismo. Por ejemplo, en el cuento del sello discográfico (“Discos Indies Unidos, S.A. de C.V.”) la lealtad del padrino hacia su ahijado es tan grande que incluso termina por desobedecer que ya no sea asesinado, la lealtad ahí es tan grande hasta las últimas consecuencias. El asunto de la lealtad no es algo positivo, la lealtad también puede servir para destruirnos”, asevera.
También aparece otro de los temas que interesan a Velázquez, el de la obesidad, que se hace presente en el relato “La fitness montacerdos”, cuya historia nació de su cabeza, dice, aunque con ciertos anclajes en la realidad y que lo hace uno de los cuentos más divertidos de la colección.
“Una de las cosas que me llaman mucho la atención en la vida social, en la interacción en cafés, bares, cafés, cantinas, en los campos de trabajo, es esta onda que se repite mucho de la chava inalcanzable que no quiere absolutamente con nadie y cuando te la topas 10 años después de das cuenta que acabó con el tipo más cerdo. Es que hay una complejidad enorme en cuanto a gustos; el rol social nos impide aceptar públicamente. Una vez me tocó ver cómo una chava que se presume inalcanzable de una redacción de un periódico salía con el güey más gordo de todo el diario, y no estoy hablando de una gordura como la nuestra, estoy hablando de un verdadero cabrón con obesidad mórbida, que su pantalón era talla 48, pero lo que dice el cuento es que también los talla 48 tienen corazón”.
El menonita zen es también quizá el libro en el que este autor nacido en Torreón, Coahuila, desnuda más sus referentes. Aparecen varios homenajes, pero uno muy marcado es cuando se acerca a uno de sus relatos favoritos, “El ruletista” del escritor rumano Mircea Cărtărescu al que quiso darle “un poco la vuelta” a la historia y enfatizar en las crisis permanentes que viven las personas, en el amor que se profesa a las cosas que están relacionadas con el arte, de lo que se es capaz con tal de alcanzar un sueño, incluso el de hacer un pacto con Satanás y, por último, en la lealtad y sus peligros que es, a decir de su autor, el hilo conductor de todo el libro.
Quien sea lector asiduo de Carlos Velázquez sabrá que la música y las bandas es un aderezo infaltable en sus historias. En El menonita zen no es la excepción, incluso hay tres cuentos dedicados precisamente a este arte y es fácil hacer una playlist con las rolas que sonorizan el libro. Siempre había querido preguntarle cómo decide cuáles canciones entran, si son las que escucha al momento de estar escribiendo las historias o, como en las películas, las selecciona para que vayan acorde con las escenas que relata. Por fin lo hice.
“Cuando estaba escribiendo los relatos he pensado en lo siguiente: las películas utilizan la música para sonorizar las escenas, las imágenes, la trama, y lo que hice con este libro fue utilizar las tramas, las historias y los personajes para sonorizar con música. Cuando yo empecé a escribir hacía mucho que nadie tocaba el aspecto musical en las letras, ahora ya veo a muchos escritores y autores que hacen esto, pero cuando yo empecé en La biblia vaquera hace mucho que se había dejado de hacer; a la literatura del centro no le interesaba y la del norte estaba más interesada en escribir sobre la violencia, a pesar de que en la narconovela haya mucha música, corridos, no había quien lo hiciera con una intención meramente estética. Cuando yo vine empecé a hacer eso y poco a poco ha ido creciendo y había una necesidad de mí de que fueran saliendo estas historias y creo que funcionan bien dentro del conjunto”.
De acuerdo con Carlos Velázquez, El menonita zen “le ha gustado mucho a la banda”, aunque reconoce que sí fue un riesgo que corrió porque estaba llevando a sus lectores a cosas que no estaban habituadas, pero también, por otro lado, buscaba llegar a otro tipo de lectores que estuvieran en sintonía con el libro, pues, si bien no se propuso escribir un tema sobre rabiosa actualidad, sí hay temas muy actuales como la preocupación y el interés desmedido por alcanzar la felicidad, la salud emocional y física y todo ese tipo de cosas con las que bombardean las redes sociales y eso, cree el autor, es lo que hará mantenerse al libro un buen rato.