
FROYLÁN ALFARO
Descubrir el mundo es, en buena parte, aprender a medirlo. Lo hacemos desde niños, con una lógica que no obedece a la precisión de los instrumentos, sino a la cercanía de lo conocido. Una montaña se compara con la altura de los padres, el tiempo con “mucho” o “poquito”. Medir, en ese primer sentido, no es calcular, es entender, es relacionarlo con lo familiar para que no nos abrume.
Esa necesidad de medida no desaparece con la infancia. La humanidad entera ha buscado, desde hace milenios, la forma de “tomarle la medida al mundo”. Y no sólo con herramientas como reglas, relojes o termómetros, sino también con criterios abstractos. Por ejemplo, medimos el éxito, la felicidad, el amor, la justicia. ¿Pero qué significa realmente medir? ¿Y qué estamos buscando cuando lo hacemos?
La filosofía comenzó, en cierto modo, cuando alguien decidió que observar no era suficiente, que había que preguntar. Y una de las preguntas más antiguas que han inquietado a los filósofos es: ¿hay una medida universal, un principio capaz de explicar lo grande y lo pequeño, lo justo y lo injusto?
En las primeras civilizaciones, esa medida parecía venir del cielo. Los astros, con su ritmo constante, ofrecían una referencia firme, los días, las estaciones, los ciclos. Más adelante, con el pensamiento griego, surgió una idea revolucionaria, que el ser humano podría ser “la medida de todas las cosas”. Esto suena liberador, pero encierra un riesgo. Si todo se juzga según lo que a cada quien le parece, ¿queda algo que podamos considerar objetivamente verdadero o justo? ¿O todo se reduce a opiniones?
Este dilema lo vivimos a diario. Imagina, querido lector, que vas a un museo con un amigo. Él admira una pintura abstracta, tú la encuentras sin sentido. ¿Quién tiene razón? ¿La belleza se puede medir? Ahora, imagina que estás en una discusión política. Alguien dice que la desigualdad es natural; tú piensas que es intolerable. De nuevo, ¿quién tiene razón?
Aquí es donde la filosofía insiste. No para imponer respuestas, sino para escarbar en las preguntas. No basta con decir “cada quien tiene su punto de vista”. La filosofía quiere saber si esos puntos de vista se sostienen, si están bien fundamentados. Porque nuestras medidas no son neutrales, moldean nuestras decisiones, nuestras relaciones, nuestras sociedades.
Pensémoslo con un ejemplo, lamentablemente más común: alguien que cree valer más por ganar más dinero. Mide su dignidad por su ingreso, y en consecuencia, trata a otros como menos valiosos. Sin embargo, podríamos decir que esa medida no es natural, sino que es cultural. Y como toda medida humana, puede y debe ser cuestionada.
Aquí conviene distinguir entre dos acciones distintas: medir y valorar. Medir implica establecer cantidades, comparar, ordenar. Valorar tiene que ver con el sentido, con lo que nos importa. Podemos medir la altura de un árbol, pero no el consuelo de un abrazo. Sin embargo, vivimos en una cultura que intenta reducir lo valioso a lo medible. Se cuantifica la productividad, la popularidad, la felicidad. Todo busca un número, aunque a veces ese número oculte más de lo que revela.
Esto no significa que medir esté mal. Al contrario, medir es una herramienta poderosa. Pero como todo instrumento, necesita ser usado con criterio. Un cuchillo, por ejemplo, puede preparar alimentos o causar daño. De igual manera, la medida no es mala en sí, pero puede volverse peligrosa cuando olvidamos que lo medible no es lo único que importa.
Actualmente, este riesgo es latente. Vivimos entre datos, gráficas, indicadores. Contamos pasos, calorías, likes, horas de sueño. Cada aspecto de la vida parece reducirse a cifras. Pero ¿qué ocurre cuando solo valoramos aquello que podemos medir? ¿No perdemos, en ese proceso, lo que nos hace humanos?
La educación es un buen ejemplo. Hablamos de calidad educativa con base en resultados, estadísticas, rankings. ¿Pero dónde queda la curiosidad, el entusiasmo, la transformación interior que un buen maestro puede provocar? Si sólo valoramos lo que cabe en la rúbrica, ¿para qué educamos?
Y lo mismo pasa en el amor, en la amistad, incluso en la política. Cuando todo se mide, todo se normaliza. Todo se vuelve previsible, pero también más pobre. Aún así, no se trata de rechazar el conocimiento técnico ni la ciencia. Sería absurdo. Pero sí debemos acompañar ese saber con una vigilancia crítica. Preguntarnos no sólo cómo medir, sino por qué y para qué. Qué valores guían nuestras mediciones. Qué humanidad estamos cultivando con ellas.
Porque toda medida es también un acto de poder. Quien mide, define qué cuenta y qué queda fuera. Desde los antiguos imperios hasta los algoritmos actuales, medir ha sido una forma de control. Hoy ese control se disfraza de eficiencia, de progreso, de optimización. Pero el fondo es el mismo, pues quien pone las reglas, organiza el mundo.
Frente a esto, la filosofía propone una actitud: detenernos, pensar, dudar. No abandonar la medida, sino usarla con responsabilidad. Saber que hay cosas que valen precisamente porque escapan a las medidas. Como una mirada que nos cambia el día, o una frase que nos cambia la vida.
Al final de cuentas, querido lector, quizá la verdadera medida del mundo no esté en sus cifras, sino en nuestra capacidad de asombro, de empatía, de crítica. Es decir, hay que medir, pero sin olvidar lo que no puede contarse y, sin embargo, cuenta.