Por Marifer Martínez Quintanilla
A Olga y Julio, gracias por el regalo de Tabucchi. Voy en círculos sobre él.
Antonio Tabucchi fue un autor que se me presentó en forma de regalo en el 2019. Yo había estado hablando con unos amigos muy queridos sobre mi naciente interés por la literatura italiana y portuguesa —interés que hoy sigue creciendo sus raíces—. Así que llegado el 23 de abril —fortuna de día para la literatura y para mí que comparto con ella mi cumpleaños— me obsequiaron Sostiene Pereira, novela testimonial a modo de registro policíaco. La síntesis de las dos literaturas que me absorbían por esos días: Tabucchi es italiano y residió largo tiempo en Lisboa, Portugal, y es en ese país donde la novela en cuestión toma lugar. Y así comencé a leerlo, a sumergirme en su literatura en medida de lo posible.
Más recientemente, aunque en realidad fue un periodo de un año, de verano a verano, me encontré en una librería de viejo Se está haciendo cada vez más tarde. Estaba exhibido en la vitrina. Ahí estaba, libro amarillo con la luz amarilla del sol pegando sobre su portada melancólica. Entré sin dudar a comprarlo. No mentiré, lo dejé en la estantería hasta febrero de este año. Después de meses de un presupuesto muy apretado, saldando mis gastos de la tarjeta de crédito, salí de viaje a Múnich, a ver a una amiga que vive allí desde hace casi cuatro años y que la visita había sido postergada una y otra vez. Me llevé la novela epistolar, inconexa, fragmentada, polifónica y llena de soliloquios; no pude leerla. Me expulsó tan pronto llegué a la página cien. Así, nuevamente, quedó detenida en el escritorio, al lado de otras lecturas postergadas.
No fue sino hasta finales de junio mientras estaba sola en mi piso que —sola y un poco rebasada del aburrimiento del pueblo y los traslados y el calor y los gastos y el trabajo y la incertidumbre—, un día, antes de salir, decidí agarrar ese libro de nuevo.
Ya en el bus lo abrí donde lo había dejado: “Mi querida amiga…” y continúa escribiendo esta nueva, pero conocida voz, a hablar sobre algo fundamental, algo que lo atraviesa, la vida, el deseo, la sangre, el alma… la escritura.
Remitentes de nombres y direcciones desconocidas que escriben a una querida mía, querida amiga, querida queridísima querida… y así hasta el cansancio. Cartas que en realidad no se han escrito en tanto que no han sido leídas por quienes correspondía, cartas como ejercicio de libertad, cartas —incluso— autodirigidas. Cartas que van detrás del tiempo, descolocadas y fuera de lugar. Leo estas cartas que tienen que ver con los sueños y recuerdos, lo deseos, la palabra que faltaba y que ha sido escrita para intentar subsanar el silencio de lo omitido.
Y pienso muchas cosas: qué pedantes remitentes, qué llorones, cuánto drama, cuánto humor, cuánto sentimiento, cuánta poesía, cuánto duelo, cuánta melancolía, cuánto deseo y deseo de libertad… en fin, cuánta vida.
Y Tabucchi escribe a uno de sus remitentes: “La sangre es tan personal que no es transferible […] el alma reside en la sangre”. Y medita sobre los artistas y poetas, ellos quienes, como Proust, Dante o Debussy, han demostrado que es posible plasmar ese glóbulo que transporta el alma y encarnarlo en su obra, sin saber, no obstante, su exacta ubicación ya sea en la palabra, la pintura o la nota. Pero allí ha quedado encarnada y encerrada dentro de una circunferencia de alambradas.
Y mientras avanzo en la lectura de las cartas yo me convierto en la destinataria de todas ellas; entonces, creo atisbar pequeñas manchas de hierro que dan la pista de dónde se ubica el glóbulo de la novela: la ventana y la geometría para asomarse a la vida, abrir un libro que casualmente se ha atravesado en una posada o caminando por la calle y creer que en él te has leído; ver el horizonte y darse cuenta de que en él está la libertad, pero conquistarla sería una caída libre.
Este remitente que escribe sobre la sangre y el alma y las alambradas decide no lanzarse a la libertad conquistada, pues ello requeriría una caída y una muestra sanguínea para la policía forense. En su lugar, prefiriendo dejar enmascarado el glóbulo, elige la palabra: sólo palabras.
Otras cartas se excusan, se lamentan de no haber dicho, no haber sabido que “el tiempo no espera” y que tendrían que escribir después, tarde y en el tiempo al revés, sobre aquellos viajes que no se hicieron, los libros que no se leyeron y las historias que no se escribieron, pero confían que el tiempo perdido será recuperable una vez que la carta pensada se escriba y llegue a manos y ojos de la destinataria. Ilusión pura.
La única voz femenina —mito griego que sostiene y corta los hilos— rompe con el soliloquio de todos estos remitentes y, junto con el autor, se ríe de ellos y los coloca en una nueva posición: destinatarios de una epístola.
Yo, lectora y destinataria, leo junto con ellos cómo la vida no acepta geometría alguna. Aun cuando intentemos ubicarla en el marco de una ventana. Nos esforzamos, ellos y yo, por salir de nuestras alambradas —materiales o metafísicas— y tratamos de amarrar la vida y decirle dónde y cuándo ponerse. Como el “falso meteorólogo”, nos obstinamos en predecir cuándo llegará el temporal porque deseamos que “todo se desarrolle con orden y con lógica, y que la mañana llegue para sellar una noche serena pasada entre los brazos de su [nuestro] Morfeo”, porque queremos descansar en paz y pretender que la vida está toda aquí, y no en ninguna otra parte.
Pero no. La vida no está aquí. Corro detrás de ella e intento alcanzarla. Ya no salto asustada de mí misma y mi sombra, pero tampoco la alcanzo. Le piso los talones a la vida y al tiempo, y sólo es con la escritura que siento que la rozo.
Todo esto sólo son palabras y palabras. Un ejercicio circular, tautológico.