Por: Eduardo Martín Piedra Romero
No hay día en que no me atormente la idea de encontrarme en un mundo sumido en la violencia. Esta idea me surgió cuando era pequeño. Recuerdo la vez que entraron a robar en mi casa, o aquella en que asaltaron a alguien cercano cerca de Sombrerete. Dos fenómenos vinculados sí a la violencia, pero que respondían con otro fenómeno, la delincuencia, donde generalmente no existen expresiones de terror (sangre, exposición de cuerpos, tortura, mutilaciones, decapitaciones, etc.), sino que la delincuencia, al menos para mi yo pequeño, se entendía desde la pobreza y la ausencia de oportunidades educativas y laborales. Hoy sé que el fenómeno es mucho más complejo.
Años más tarde comprendí que para hablar de violencia, de ese tipo de violencia, la delincuencia como idea y como concepto, resultaba insuficiente. Tenía dieciséis años cuando un día mi mamá llamó a mi habitación para decirme que no fuera a la preparatoria, que estaba el ejército rodeando la cuadra porque buscaban a un vecino que vendía droga.
Cuando se inició una “guerra” frontal y directa contra los cárteles, durante la administración de Felipe Calderón, aparecieron una serie de eventos ajenos para todos y todas. Había venta ilegal de drogas, extorsiones, desaparecidos, cobro de cuotas por el uso de suelo, control en la distribución de alcohol, cierre de carreteras, incendios de tiendas de autoservicio y un largo etcétera.
La ofensiva contra el narcotráfico trajo como consecuencias el ascenso en episodios de violencia donde el objetivo era infundir horror entre la ciudadanía. La fórmula era sencilla: exponer algunos cuerpos mutilados en señal de advertencia y afianzar el poder del narco mediante la administración de la vida nocturna. Así, las acciones que se realizaban eran matanzas, balaceras, desapariciones, colgados, narcomantas, entre otras.
Los primeros años, todas y todos lo vivimos con miedo. La vida comenzó a transcurrir bajo la incertidumbre de no poder salir de noche, de no transitar ciertas carreteras, de resguardarse en casa, de ver mayor presencia del ejército en las ciudades, de leer notas rojas en internet, de fotografías morbosas con sangre y cuerpos decapitados, de la incapacidad de reconocer a lo lejos entre cohetes o balazos, de cadenas de WhatsApp para advertirnos sobre un toque de queda y un sin fin de medidas preventivas.
Con el paso del tiempo, la esperanza de que la guerra terminara y el país regresara a la normalidad se fue disipando mientras las cifras de muertes subían. Hubo cambio de gobierno y aunque ya no había una confrontación desde el Estado, sí sucedía una disputa por el control del territorio para la distribución de mercancía, sólo que dejó de ser el centro de la agenda pública.
La constante exposición, me temo, nos volvió insensibles y normalizamos vivir con cautela a la hora de salir. ¿En qué momento lo hicimos cotidiano? Constantemente escucho frases como “está tranquilo, claro, si andas por las zonas correctas”, “se puso muy feo, pero ahorita ya las balaceras son de vez en cuando”, “pues nomás con que uno no salga de noche”. Qué horror haber llegado a ese punto, ¡carajo! Y qué pesar saber que no volveré a tener una pubertad ajena de estos procesos de violencia. Lastima enterarme que, probablemente, la exposición a tales eventos me ha generado un sesgo cognitivo sobre la realidad, por un lado y, por el otro, he normalizado vivir así por si ocurre algún atentado, o si hay algún operativo militar, o darme cuenta de que en lo que va de mi vida adulta he vivido en dos de las diez ciudades más inseguras del país.
¿Cuánto tiempo nos costará salir de ahí?, me pregunto cuando me entero de alguna nota que atraviesa al estudiantado o cada que me cuentan de alguna situación, ¿qué impacto a largo plazo tiene vivir así? Las respuestas, creo, son dolorosas. Pues la permeabilidad que la violencia tiene en nuestras vidas es aún una dimensión que yo no conozco. Sé, por ejemplo, que sí ha llegado a la cultura, con dispositivos culturales como las narcoseries y los corridos tumbados, pero no sé hasta qué punto eso es nocivo.
Lo que a mí me parece preocupante es la normalización con la que hablamos de asesinatos o desaparecidos, aunado a la incapacidad que tenemos para hacerle frente si no contamos con el Estado como aliado en la reconstrucción de paz, no se ve sólida ninguna estrategia de seguridad. Parece un callejón sin salida.
Pero quizá la pregunta más grande sea no sólo el cómo salir de esta realidad que nos ha rebasado, sino ¿hacia dónde vamos como sociedad?, que no se malentienda, no apelo a un discurso moralista donde los “valores tradicionales” son los buenos, sino tan sólo reflexionar qué ideas y acciones estamos construyendo o rompiendo.
Desesperante que el gobierno no pueda con este problema, no es de colores es de que ya estan dentro del mismo negocio y el pueblo es lo que menos les importa u__u