
LA TABERNA DE PLATÓN
La voz de los otros
FROYLÁN ALFARO
Vivimos, casi sin pensarlo, en un murmullo incesante. Opiniones, historias, consejos, críticas, palabras de aliento, órdenes, susurros de amor o de miedo. Los otros nos hablan, nos rodean. Desde el primer día hasta el último, no dejamos de ser interlocutores en una conversación que nos precede y nos sobrevive.
Sin embargo, rara vez nos detenemos a pensar que nuestra identidad misma, aquello que creemos ser, está profundamente entrelazada con la voz de los otros. Cuando un niño aprende sus primeros “mamá” o “papá”, no está simplemente imitando sonidos. Está entrando en una red de significados, una cultura, una historia compartida. Cada palabra que aprende no sólo le permite comunicar algo, también lo inscribe en un mundo, le da un lugar.
Es fácil pensar que somos “individualidades puras”, islas soberanas en un océano indiferente. Pero la verdad es que somos, más bien, como tejidos, hechos de hilos que otros han hilado antes. Nuestras ideas, nuestras emociones, incluso nuestras formas de desear o de temer, no nacen en el vacío.
Nuestra vida interior es un coro. Y aunque a veces nos sintamos solos, incluso en esa soledad resuenan voces que hemos escuchado: las advertencias de nuestros padres, las canciones que marcaron nuestra juventud, los libros que nos dieron consuelo en una noche difícil.
La filosofía, desde sus inicios, se preguntó por esta misteriosa condición, ¿somos simplemente el eco de los demás? ¿Dónde termina lo que nos fue dado y comienza lo propiamente nuestro? Son preguntas difíciles, porque ni siquiera la rebeldía nos escapa del todo. Cuando rechazamos una tradición, seguimos atados a ella por el simple hecho de necesitar negarla.
Imagina a alguien que decide estudiar una carrera “por su cuenta”, desafiando la expectativa de su familia. En apariencia está ejerciendo su libertad. Pero en el fondo, su acto también está dialogando con esas expectativas, no es indiferente a ellas, las reconoce para poder contradecirlas. La paradoja es clara: somos seres de diálogo, incluso cuando queremos encerrarnos en nuestro propio silencio.
Y aquí se abre otra dimensión importante: la responsabilidad. Porque si las voces de los otros nos forman, también nosotros formamos la vida de los demás con nuestras palabras y silencios. Un elogio puede marcar la confianza de alguien, una humillación puede dejar una herida. Nuestras palabras no son neutrales, construyen o destruyen mundos interiores.
En última instancia, la voz de los otros nos hace darnos cuenta que “ser uno mismo” no es un acto de aislamiento heróico, sino el arte de escuchar, de dialogar, de elegir con qué ecos queremos construir nuestra propia melodía. Y que llegar a ser verdaderamente libres no es rechazar todas las voces, sino aprender a reconocerlas, a agradecerlas, y luego, con paciencia, encontrar en medio de ellas una voz que sea realmente nuestra.
Lo anterior es importante porque una de las trampas más persistentes de nuestro tiempo es la fantasía de la autenticidad absoluta, la idea de que podríamos, de algún modo, desprendernos de todas las influencias, arrancarnos las voces ajenas de la piel, para alcanzar una identidad “pura” y “auténtica”. Como si ser uno mismo implicara, necesariamente, ser radicalmente distinto de todos los demás.
Pero, si no tuviéramos esas voces, seríamos como páginas en blanco, sin palabras para nombrar la alegría, sin gestos para consolar al que sufre, sin relatos que nos enseñaran que otros, antes que nosotros, también amaron, también temieron, también buscaron sentido.
Nuestra identidad no es una piedra dura y cerrada, sino más bien un jardín que necesita la tierra de los otros, el agua de sus historias, el sol de sus miradas para crecer. Piensa, por ejemplo, en la música que te gusta. Esa canción que parece decir algo que sientes, pero que no sabías cómo expresar. Esa melodía, que sin haberla inventado tú, parece hecha a tu medida, ¿no es también esa música parte de quien eres?
Ser uno mismo, entonces, no es negar la voz de los otros, sino aprender a hacerla resonar de un modo único. Hay un arte en saber escuchar sin quedar prisioneros, en saber dialogar sin diluirse, en saber heredar sin repetir ciegamente.
La filosofía, al enfrentarse a este problema, fue descubriendo que la libertad humana no consiste en partir de cero, no se puede inventar el fuego cada mañana, sino en apropiarse conscientemente de aquello que se ha recibido.
Por eso, escuchar a los otros, de verdad, con apertura, sin miedo, es un acto de valentía. Y hablar a los otros, de verdad, con honestidad, con cuidado, es un acto de responsabilidad. Cada palabra que recibimos y cada palabra que damos forma parte de esa red invisible que sostiene el mundo.
Al final la cuestión no es si estamos o no influidos por los demás, eso es inevitable. Sino como elegimos dialogar con esas influencias. ¿Las repetimos sin pensar? ¿Las rechazamos con amargura? ¿O las tomamos, las maduramos, las hacemos florecer de un modo nuevo?
Cada vida, cada decisión es, en este sentido, una respuesta única a las voces que la rodearon. Y ahí, querido lector, posiblemente está nuestra mayor tarea filosófica: aprender a escuchar, aprender a responder. Aprender, en definitiva, a decir con nuestra propia voz algo que merezca ser oído por los que vendrán después.