Por Eugenia Nájera Verástegui
pero no hay puerta, no hay cerrojo,
no hay candado que usted pueda ponerle
a la libertad de mi mente.
Un cuarto propio, Virginia Woolf
Ya no podía concentrarme para escribir más. Las olas me arrastraban. No había guía; Al faro estaba apagado. Cuando llegaba la noche tenía miedo de que “el horror” me atrapase hasta en mis sueños. Estaba desorientada, tirada en el piso, todo el edificio se cimbraba. Se escuchaban explosiones. Al salir, la gente trataba de huir con algunas pertenencias. Traté de correr, aunque no podía, fallaba mi equilibrio. Mis manos temblaban, aun y estando abrigada el frío era insoportable. En el exterior todo era caos: heridos, ancianos, madres con sus hijos envueltos en sangre, susurros, llantos, personas que agonizaban y gritos desgarradores.
Muerte, esa palabra retumbaba en mi cabeza como un eco que martillaba mi ser. Una voz me decía que había escapado de la lista. Aun
Cierre con llave sus bibliotecas si quiere,
así, la muerte se volvió mi acompañante. A veces algo cálido inundaba mi corazón: Vida. Sin embargo, también seguía ahí el miedo. Luz y Oscuridad. Muerte y Vida se enfrentaban en una noche sin fin y yo estaba ahí, entre dos guerras. ¿Por qué? No comprendía por qué ocurría toda esta destrucción. Un fuerte dolor de cabeza llegó, fue tan intenso que caí de rodillas. Un nuevo bombardeo hizo añicos los vidrios, todo se llenó de humo y terror. Esta no era mi guerra. Mi pecho dolía. Me desmayé.
En vez de despertar, vino un sueño: recorría las calles, caminé entre el lodo, había boquetes, casas destruidas, una pequeña niña de caireles que portaba lo que debió ser un hermoso vestido de holanes con encajes, estaba ensangrentada y sucia, lloraba abrazada a su mascota muerta. Los daños no solo eran materiales, el verdadero daño era el causado en el alma de familias rotas. En el aire ya no se percibía la fragancia de las flores. Miedo, eso era lo que el viento traía consigo y nos envolvía.
Todo fue causado por la atroz desigualdad en el poder, por la ambición de unos cuantos hombres con ardientes deseos de ser falsos héroes de guerra. Humanos que perdieron su humanidad. Cenizas de destrucción y muerte. A esto se redujo todo.
A unos metros de distancia, en medio de aquel lugar desolador, encontré anémonas rojas, azules y moradas. Me recordaron el estampado de un vestido de mi madre. También me evocaron a mi jardín… mi pequeño huerto… mi hogar ya destruido. Entonces, un estruendo seguido de un resplandor cegó mis ojos. Cuando pude volver a ver estaba en una recámara. Había despertado. Unos pájaros revolotearon y se posaron en la ventana, con sus picos acomodaban sus plumas. La luz y la brisa matutina primaveral hoy era muy distinta a los días de antaño.
Mi mano izquierda estaba sobre mi pecho con una de aquellas flores que vi en el sueño y de mis ojos brotaron miles de lágrimas. Una más de las constantes jaquecas y pesadillas desde el bombardeo. En el mundo ya no había sol, todo estaba oscuro, quebrado y roto. ¿De qué nos sirve escapar de la muerte, si somos cadáveres andantes? Me levanté y me puse botas y abrigo. El miedo seguía abrazándome. Me senté en la mesa junto a la ventana. Los susurros han regresado. Busqué unas hojas, sobres y comencé a escribir. Las rocas son muy pesadas. Ya he terminado las cartas. Esta mañana iré a dar un paseo y las piedras serán mi compañía.1
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1 Redoma, Revista de la Unidad Académica de Letras de la Universidad Autónoma de Zacatecas, pp. 39-40.