DANIEL MARTÍNEZ
Ya se cumplió un año de que en la educación básica de nuestro país se estrenó plan de estudios y libros de texto. Entrábamos a un nuevo ciclo escolar y de pronto en las escuelas ya había nuevos materiales. El asombro y desconcierto fue general: ya no había asignaturas como las conocíamos, sino “campos formativos”; tampoco había un libro de cada asignatura, sino libros de proyectos: de aula, escolares y comunitarios. Había, además, libros de “Nuestros saberes”, que son una especie de compendio de consulta de todos los campos formativos, y un libro llamado “Múltiples lenguajes”, que vendría a ser como un sustituto de los anteriores libros “de lecturas”. Parecía observarse la intención general del nuevo currículum: difuminar las líneas fronterizas entre asignaturas, entre espacios de conocimiento y entre agentes del proceso de aprendizaje; se esperaba conjuntar: que la educación sea un todo, sin fronteras: todos y todo.
La polémica que se generó es bien conocida. Maestros, académicos, políticos, escritores, artistas y “periodistas” (entrecomillado porque más bien son figuras de los noticieros televisivos), de inmediato pronunciaron sus opiniones. La controversia se polarizó al instante: de repente ya había un combate de dos bandos. Tirios y troyanos, antiguos y modernos, entablaban una lucha en defensa o ataque de los nuevos materiales. La causa de la polarización fue, por supuesto, su politización. El nuevo currículum y los nuevos libros eran una representación de un régimen —que ya de por sí tiende a polarizar—, de manera que todo se tornaba en un asunto de simpatías políticas. Por un lado, estaban los que, en tanto adeptos, afirmaban que los nuevos libros eran lo que nuestra educación necesita, resaltando una supuesta modernidad, innovación y congruencia con el contexto social contemporáneo. Del otro lado de la contienda estaban los opositores, que hurgaban hasta en la última de sus páginas buscando cualquier defecto para resaltarlo. Al final, ambos atacaban o defendían a los nuevos libros por el solo hecho de pertenecer al régimen en turno.
Quedaban muchas preguntas importantes en el aire: ¿El cambio fue en realidad pertinente? ¿El contenido de los libros —con sus adiciones y omisiones— es adecuado y benéfico para los niños y adolescentes? ¿Qué harían los maestros con tantas modificaciones en tan poco tiempo? Las respuestas empezarían a asomarse una vez que todo se haya echado a andar. A un año de esto e iniciando un nuevo ciclo escolar, las preguntas y la discusión siguen vigentes. Mi intención no es adentrarme en la batalla y tomar partido: sólo es presentar algunas reflexiones personales, en tanto profesor de educación básica (y no especialista político ni pedagógico).
Más allá de virtudes o defectos del nuevo currículum y los materiales derivados, mi opinión se enfoca a la realidad cotidiana de los maestros “de a pie” y la enorme brecha que existe entre ésta y las pretensiones de nuestras autoridades a todos los niveles (desde el flamante nuevo Secretario de educación hasta nuestros respectivos directores o supervisores). Esto puede explicarse con lo que Carlos Fuentes llamaba “país legal” y “país real”. El país legal —nos dice— ha estado representado, sucesivamente, por la Corona española, los regímenes independentistas republicanos (imitando constituciones y leyes de Francia, Inglaterra y Estados Unidos) y, podría decirse, ese “ogro filantrópico” —como lo llamó Octavio Paz— que fue el partido en el poder luego de la revolución mexicana y hasta terminar el siglo XX. El “país legal” siempre han sido los decretos y leyes del Estado en cualquiera de sus manifestaciones. El “país real” es el de la sociedad, la desigualdad y la precariedad: siempre el mismo. A cada cambio de forma de gobierno el “país legal” cambia, pero el “país real”, no.
En materia educativa, lo mismo puede decirse de los cambios de partido en el poder y sus respectivas “reformas”, incluyendo la más reciente. La legislación cambia; la realidad del país no lo hace. Existe una “educación legal” y una “educación real”. La primera tiene que ver con las leyes, acuerdos, planes y programas (con su sinfín de redefiniciones terminológicas) que emite la autoridad; la segunda tiene que ver con la realidad cotidiana de maestros, alumnos, madres y padres de familia. La autoridad educativa dice: “así debe ser”; y los verdaderos actores del proceso educativo decimos: “así es” o “así puede ser”. En el “país legal”, la “educación legal”, sólo consiste en disfrazar al estado de cosas, que no cambia en lo absoluto. La autoridad decreta nuevos acuerdos, planes y programas, se sacude las manos, se cuelga medallas y, ufanamente, “se levanta el cuello”, diciendo: “la educación ya cambió”. De la noche a la mañana, amanecemos con una nueva legislación y según la “educación legal”, todo ha cambiado. Mientras tanto, en la cotidianeidad de maestros, alumnos y sociedad, nada ha cambiado, y la sociedad se polariza discutiendo sobre los nuevos libros de texto.
Lo mismo ocurre en el caso concreto del nuevo currículum. La Secretaría de Educación y sus personificaciones un día dijeron: “ahora esto es así”, “ahora esto se llama así”, “ahora esto debe ser así”. La educación será un proceso en el que todos, sociedad y escuela, participarán armónicamente del proceso educativo; se borrarán todas las fronteras y nuestra educación será un todo unido y armónico (mientras en el tejido social, educativo y magisterial, las divisiones y precariedad persisten). Los maestros deben aprender una nueva terminología, cambiar sus técnicas pedagógicas por unas “nuevas” metodologías. Y tanto niños, adolescentes y sociedad en general, tendrán que adaptarse a lo que Yo decreto. Todo esto, de un día para otro (acto seguido, echa a andar la maquinaria, creyendo que la ha recalibrado y se regresa a su escritorio de marfil).
Habría que preguntarle a la autoridad: cuando modifica la legislación educativa, ¿qué cambia en la realidad? Y habría que preguntarnos nosotros: además de una parafernalia burocrática y una nueva jerigonza (que designa a lo mismo de antes), ¿qué nos ofrece el estado para que la realidad coincida con la legalidad? Tendemos a pensar, románticamente, que la educación cambia a la sociedad. Yo sostendría lo contrario: la educación no va a cambiar hasta que la sociedad cambie, a través de sí misma y de su gobierno. Cuando el Estado ofrezca verdaderos cambios en la realidad social y económica de nuestro país, estaremos listos para una verdadera reforma educativa: para que lo legal coincida con lo real.
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