Por Berenice Barragán
Los vi llegar aquella noche, antes de salir de vacaciones de Semana Santa. El calor, los exámenes finales y la locura de pensar que estaríamos libres de todas las tareas académicas fueron la excusa perfecta para invitar a toda la clase a celebrar. A pesar de contar con pocas sillas y sólo un sofá, la gente prefería llegar a la casa que rentaba con Mateo, decían que, porque era amplia y fresca, probablemente era porque nadie quería limpiar todo el desorden que se quedaba después de una buena fiesta.
Se llenó de gente como a eso de las nueve, todos llegaron con distintos licores que colocaron en una mesa, como si se hubiera llegado a un acuerdo silencioso de organizar ahí, en ese rincón, una barra libre. La multitud se dispersó para conversar por los pasillos, en el jardín trasero, fuera del baño, en la sala y las escaleras de la entrada. Estaba presente la mayoría de la clase, rostros conocidos de otras facultades e invitados que ni Mateo ni yo habíamos visto pero que saludaban con tanta familiaridad que nos veíamos obligados a responder con el mismo gesto, evitando mencionar sus nombres.
Liz, una amiga muy cercana, puso el ambiente con la variedad de su playlist, y de pronto todos coreaban las canciones abrazados unos de otros, dedicándoselas a los amores fallidos o inventándose algunos con la intención de cantar con mayor efusión ante las luces tenues de la pieza. Había tanto licor que Mateo asumió la tarea de ofrecer shots de tequila a los que iban llegando con tal de que todos se encontraran en el mismo nivel de ebriedad, fue en ese momento cuando los vi entrar. Recibieron el caballito de bienvenida para después dar quince vueltas como castigo por llegar tan tarde y, lo peor, sobrios. Era un hombre y una mujer, altos, delgados y pálidos como las paredes de la casa. Supuse que él los conocía, pues la alegría que hubo entre los tres resultó muy natural. Como respuesta a tan célebre recibimiento le devolvieron a Mateo una sonrisa que se congeló en sus rostros toda la velada, unos dientes tan perfectos y blancos que invitaban a conversar a los más alcoholizados. Se instalaron en el sofá, abrieron una botella de mezcal que vaciaron en unos vasos de vidrio y brindaron con entusiasmo.
Las horas pasaron entre el olor de tabaco y hierba, algunos se despidieron, mareados por el frenesí, otros buscaron un espacio para poder quedarse e irse hasta que diera la hora en la que pasara el camión de ruta por lo que la puerta de la entrada se quedó a merced de los que seguían conversando torpemente sobre el comunismo en los pasillos. Yo no pude más, así que me retiré a mi habitación a dormir arrullada por la música, el tintineo de las copas y los disparos lejanos que siempre ignoraba dentro de la calidez de mis cobijas.
Esa vez desperté hasta mediodía, cuando la última estela de humo se había escapado por la ventana y en la casa reinaba un silencio fúnebre, o eso creí, ya que al enjuagarme la boca para no sentir el aliento a vómito escuché murmullos que provenía de la sala. Me dirigí con cautela. Ahí estaban, sentados en el sofá. Lucían tan impecables como si la noche no hubiera pasado por encima de ellos. Al verme entrar en la pieza alzaron sus vasos llenos hasta el tope, asentí con una sonrisa amable y los dejé para ir a la habitación de Mateo. Ellos continuaron bebiendo.
—Ya levántate, flojo, ¿y si pedimos pizza?
—¿Ya tienes hambre, Lu? Yo aún tengo sueño.
—Sí, es que se quedaron tus amigos en la sala y van a decir que somos groseros por no invitarles algo.
—¿Qué amigos?
—La pareja que llegó hasta al último.
—Creí que eran los tuyos.
—No, nunca los he visto.
—Ni yo.
Minutos más tarde llegó el repartidor. Les ofrecimos unas rebanadas a los invitados que seguían vaciando las botellas que aún quedaban en la mesa.
—¡Gracias, Mateo y Lu! Hace tanto no la pasábamos así de chido, ¿o no, amor?
—La neta, lástima que llegamos muy tarde, pero así llegaron ustedes la otra vez, ¿se acuerdan? —contestó la mujer.
Asentimos con una mueca nerviosa.
—Gracias, pero no se preocupen por nosotros, no tenemos hambre, sólo queremos beber.
—Ya los extrañábamos, ¡salud, amigos!
Continuamos con nuestras actividades sabatinas en la espera de una despedida, pero ni el transcurrir de las horas apagaba su ímpetu de seguir tomando y la despedida no llegó, ni ese día, ni el siguiente.
—¿Será bueno decirles algo? Ya llevan varios días aquí.
—No quiero ser mamona, además creo que nos conocen de algunas fiestas.
—Llegaron solos, Lu. ¡Nadie los invitó!
—Quizá los conocimos en la carne asada del profe Javi, ya vez que andábamos platicando con todo mundo.
—Pero ya fue mucha confianza, ¿no?
—Entonces diles algo tú.
Ellos no comían, no les daba hambre, cada vez que los invitábamos agradecían con amabilidad y cortesía, pero nunca probaron algo. Pocas veces nos cruzábamos por el pasillo y cuando eso ocurría daban las gracias por la hospitalidad. Parecían turnarse para ir al baño o salir a abastecerse, pero siempre estaba alguien allí, en ese viejo sillón.
Día y noche se escuchaba el tintineo lejano pero incesante, los murmullos, esa canción repetitivita y las risas casi silenciosas de los nuevos inquilinos. Llegamos a suponer que no tenían a dónde ir, quizá tuvieron problemas con la renta o con sus papás, sería injusto echarlos a la calle en momentos difíciles por los que muchos estudiantes hemos pasado, “un par de días más y ya”.
Era agotador verlos con la misma ropa, con sus muecas de felicidad, lucían como un mal retrato. Mateo y yo tardamos en decidir quién los confrontaría, pero era evidente que yo era la indicada, así que contuve mis emociones para que mi rostro sonrojado no delatara la osadía de pedirles que se marcharan. Les pregunté con sutileza si trabajarían en la feria, como la mayoría de los estudiantes, o si saldrían de vacaciones, pero el chico se limitó a decir “estamos de descanso, sólo la queremos pasar bien. Nos encanta estar aquí con ustedes como en los viejos tiempos”.
Quise llamar a mamá o a Liz para encontrar alguna manera de echarlos de aquí, pero pensé que sus soluciones resultarían insolentes. A través del celular veíamos a nuestros amigos que se divertían en los balnearios, en las playas, en ríos de aguas cristalinas, queríamos pedirles algún consejo, pero nos contuvimos para no incomodar sus vacaciones. Cada que Mateo salía a la tienda o a algún mandado, que a pesar de no llevarse ni dos horas, me encerraba con seguro en mi habitación. Yo no salía a ningún lado, temía que convencieran a Mateo y accediera a beber con ellos hasta perder la razón, como a menudo pasaba en reuniones donde unas horas antes juraba que no iba a tomar y tenía que llevármelo a rastras.
El ambiente se tornó sofocante, el aroma a alcohol penetraba y calaba en la nariz desde que salía del cuarto. Ya no podíamos más. Pensamos mucho en las formas de resolver esa situación, una de ellas fue cerrar la puerta principal con cautela para que no pudieran abastecerse, pero siempre encontraban la manera de salir. Les comentamos que íbamos a salir a la Ciudad de México y cerraríamos la casa, pero ellos contestaban con entusiasmo que les dejáramos las llaves sin problema. Quisimos mudarnos, pero todas las rentas eran excesivas. Incluso llegamos a marcar a la policía, pero nunca llegó.
Después de varias semanas nos acostumbramos a su presencia, continúan invitándonos, pero verlos todas las mañanas tomar el ron blanco directo de la botella nos causa un poco de hastío. Pasamos por la sala para marcharnos a la universidad, saludamos, los vemos como si se tratara de la enredadera que lleva tres años envolviendo la ventana principal.
Cada segundo la estancia se estremece con la colisión de sus vasos y una canción monótona como el pulso arterial, “porque ahora pienso en ti, más que ayer, mucho más…”, seguida del compás que nos deja abismados en un escalofrío.