
LA TABERNA DE PLATÓN
Los desterrados
FROYLÁN ALFARO
Cuenta una vieja historia, demasiado vieja para saber si es verdad, que una mujer y un hombre, seducidos por la voz de una serpiente, comieron del árbol de la sabiduría. Al morder el fruto prohibido se les abrieron los ojos y vieron el mundo tal como era, desnudo de dioses, de reglas impuestas sin razón, de mandatos sin preguntas. Fueron expulsados del paraíso, pero no fue solo por desobedecer, sino por atreverse a pensar.
Desde aquel destierro, el pensamiento ha sido una llama encendida, como un fuego robado a los dioses. La filosofía nació con ese fuego en las manos. Desde entonces, el conocimiento ha sido una maldición divina. Como en el poema “La bendición” de Las Flores del Mal, donde Baudelaire narra el destino del poeta caído del cielo. La filosofía, de manera similar, carga con la condena de habitar un mundo que no la quiere. Porque pensar duele, y decir lo que se piensa, duele aún más.
La historia de la filosofía es la historia de los desterrados, de los que preguntan cuando los demás obedecen, de los que hacen ruido cuando el poder o el orden establecido exigen silencio. Sócrates, el primero de los condenados, fue obligado a beber cicuta por “corromper a la juventud” y por “no creer en los dioses de la ciudad”. Pero, en realidad, su verdadero crimen fue enseñar a pensar, pues no hay poder más temido que el de una mente libre. Desde esos lejanos tiempos griegos, la filosofía ha sido perseguida, marginada, malinterpretada.
Giordano Bruno fue quemado por imaginar un universo infinito. Baruch Spinoza fue excomulgado por su visión radical de Dios como naturaleza. Nietzsche terminó loco, y Simone Weil, mística del dolor, murió en un exilio voluntario. Sin embargo, las ideas de todos ellos aún persisten. Pues el filósofo no es solo el académico encerrado en bibliotecas, ni el conferencista que enumera citas. Es también el que ve el absurdo del mundo y, pese a ello, no se rinde. Como Antígona, que enfrentó sola la ley injusta por fidelidad a una ley más alta, la de la conciencia. Como Diógenes, que vivía en un barril y buscaba a un hombre honesto con una linterna a pleno día.
Filosofar no es un lujo, es un acto de resistencia. Cuando todo empuja a no pensar, cuando la publicidad fabrica deseos, cuando la política se reduce al espectáculo, cuando el lenguaje se depura de sentido, el pensamiento se vuelve un campo de batalla. En un mundo donde el poder se impone por la fuerza o por la distracción, filosofar es negarse a obedecer ciegamente, es hacerse la pregunta más antigua: ¿por qué?
No es casualidad que en tiempos de crisis sea cuando la filosofía resurja. Fue en medio del terror de la Revolución Francesa que Immanuel Kant escribió su Crítica de la razón pura. Fue bajo las sombras de las guerras mundiales que surgieron la fenomenología de Husserl, la crítica social de Adorno, el existencialismo de Sartre, el feminismo de Beauvoir. Y hoy, ante el colapso ambiental, la desigualdad obscena y el ascenso de nuevos totalitarismos, voces filosóficas como las de Judith Butler, Byung-Chul Han o Martha Nussbaum nos ofrecen herramientas para no rendirnos a la desesperanza.
Aunque, claro, la filosofía no da respuestas fáciles, no vende soluciones empaquetadas, pero enseña a mirar el mundo con profundidad, a sospechar de lo obvio, a pensar lo que parece impensable. Y eso, aunque moleste a muchos, es una forma de libertad. Porque la libertad no es hacer lo que uno quiere, sino saber por qué uno quiere lo que quiere. No es seguir impulsos, sino examinar los fundamentos. No es repetir slogans, sino construir razones. La filosofía no produce bienes, porque no obedece al mercado, ni a las ideologías, ni a las modas. No sirve para hacer dinero, pero sirve para no convertirse en esclavo.
Y aunque la filosofía haya sido desterrada de las escuelas, marginada en las políticas públicas y ridiculizada en los medios, sigue viva. Vive en la pregunta del niño que quiere saber por qué el cielo es azul. En la duda del adolescente que no entiende por qué debe obedecer normas que nadie le explica. En la angustia del adulto que, en medio del éxito, siente un vacío que no sabe nombrar. En la rabia de quien ve injusticias y se pregunta si otro mundo es posible. Vive cada vez que alguien se atreve a pensar por sí mismo.
El sabor agridulce del fruto del árbol de la sabiduría aún recorre nuestra historia como una maldición que nos humaniza, pues no es más que una bendición disfrazada. Así es la filosofía, caída del cielo, despreciada desde su nacimiento, errante en los márgenes, pero portadora de un fuego que no se extingue, que ilumina. Porque en un mundo que corre hacia el abismo, querido lector, no hay nada más necesario que detenerse a pensar.