Por David Castañeda Álvarez
Por inercia, lo primero que hice al comenzar a leer Memorias de un basilisco, de mi muy apreciado maestro Gonzalo Lizardo, fue tomar mi pluma y, sobre mi cuaderno de notas, hacer dibujos. En realidad, me gustaría mostrar más los dibujos que estas palabras, pero dada las circunstancias, mejor me puse a escribir. Pero creo que esta relación entre imagen y palabra no es gratuita, porque una vez que el lector se adentra en la lectura de este libro, de inmediato empiezan a correr decenas y decenas de imágenes que pintan —con poderosa imaginación— las costumbres y diálogos cotidianos del siglo XVII.
La serie de episodios que aparecen en la novela integran un hiperbarroco caleidoscopio de figuras que, en un juego de anamorfosis, delinean un rostro con la vida, hazañas, escritos, sentimientos y pensamientos de Will Lamport (en irlandés), Guillermo Lamporte (en español) o Guillén de Lombardo (en novohispano), “El zorro de Wexford”, ese singular personaje que fue poeta, conspirador, espadachín, pirata, hechicero, rebelde y cristiano.
Son los amigos de Lampart, sus inquisidores, su familia, sus amores, enemigos, etc., incluso un pequeño demonio peludo llamado Jezabel, los que insuflan la vida a este personaje que vivió siempre como dice el verso de Montale: caminando sobre el filo de una espada. Después de muchas aventuras, conocimientos y duelos que lo llevaron desde Irlanda hasta la Nueva España, una de las obsesiones de Lombardo fue la de liberar a mestizos, indígenas y negros intentando “urdir la rebelión” para ganar su independencia. Eso sólo una parte de lo mucho que hizo este rebelde con cabello revueltos. Para ejemplificar a quien lee estas palabras enumeraré algunos dibujos que hice y que se relacionan directamente con su vida:
- Una hoguera
- Unos ojos que miran el cielo
- Amigos
- Espadas
- Una cárcel
- Golpeteos y versos en clave
- Un árbol (de familia)
- Una pequeña rata
- Una mitra para aludir a la Inquisición
- Un barco con un dragón al frente
- Obispos comiendo
- Un pentagrama
- Una sirena
- Papeles mezclados con ropa sucia
- Un hombre enojado
- Ese mismo hombre escribiendo
- La niña Sor Juana
- Etc.
En la pluma de Lizardo, Guillén de Lombardo escribe, desde las múltiples lenguas que conocía, hasta terminar en la desaparición, como si las palabras de este hombre fueran pedazos de manera que, al estar entre las llamas, adelgazan su materia y se confunden en las cenizas de la hoguera.
Por un lado, leemos la vida de un rebelde irlandés y, por otro, un espejo de vida del autor. De hecho, Gonzalo Lizardo, en asonancias y virtudes, tiene algo de Guillén de Lombardo (su “distante prójimo” como él mismo dice). Aquí destaco la virtud del lenguaje. La novela es un juego de pliegues y repliegues lingüísticos que se comprimen y extienden —al mismo tiempo— a lo largo de más de 640 páginas. El autor logra esos preciosismos y profundidades barrocas como si él mismo fuera parte de los eruditos de la época. Es decir, la novela se encuentra relatada por un sabio de ese tiempo (y no así por el mismo Gonzalo). Aquí un ejemplo de ese lenguaje y de su visión:
Si el mundo es un teatro y la vida una obra, queda claro que Jove Dios concede a sus títeres (a los más audaces) la facultad de su propia escena, como seres vivos y racionales, porque la obra quede en manos no de su autor (siempre ausente), sino de sus personajes (siempre presentes), con la enorme responsabilidad que de ellos se desprende para aquella audaz marioneta que quiera llenarse de gloria por sus aciertos o ganar el infierno por sus yerros, lo que haría temblar de miedo a los malos jueces, y llenaría de esperanza a sus víctimas inocentes.
Aunque pudiera creerse que, por estar escrita al barroco modo sería una lectura pesada, resulta lo opuesto. Esa es justamente otra virtud de la novela. La estructura mayor es la que le otorga ligereza. Cada uno de los capítulos puede leerse como un episodio más o menos separado del resto que, no obstante, se articula de una manera lineal. Quiero decir, Memorias de un basilisco es atemporal y cronológica a la vez. De nuevo, la paradoja. Y pues tenía que ser así, supongo. Al tratar a un personaje contradictorio, se necesitaba de una estructura contradictoria, de un lenguaje contradictorio y contradictorios ritmos. En esa resolución de opuestos, decía Gracián, se cifran la agudeza y el ingenio.
La novela de nuestro autor podría parecer un texto raro para la época, donde la escritura tiende a ligereza y a la brevedad (en un sentido formal y conceptual). Por otro lado, también puede concebirse como un libro que expresa asimismo un rasgo esencial de nuestro tiempo, uno que admite registros y visiones del pasado y las funde con nuestro presente neobarroco. Gonzalo Lizardo se arriesgó al otro extremo y salió con espada en mano. ¿O debiera decir pinceles? Porque, así como narra, pinta; y viceversa: el ideal de poeta Horaciano. Memorias de un basilisco es un libro que sobrevivirá a las hogueras del tiempo y de los hombres, porque es un libro que habla del fuego, está escrito con fuego y hace más fuego.