Por Óscar Bonilla
Mi final comenzó el día en que Mr. Hemingway llegó a la casa. Lo rescatamos cachorrito, de un rancho ganadero caído en desgracia. Carol y las niñas se encariñaron con él de inmediato. Después de todo, tenía el pelo azul, bonito, y una dentadura perfecta. Al principio no causó ningún problema: por el contrario, aprendió rápido en dónde podía hacer sus necesidades; no molestaba a los vecinos durante la noche; y demostró una inteligencia que me pareció sorprendente para su edad y especie. Los problemas empezaron cuando cumplió ocho meses, que en años de perro equivale a entrar a la adolescencia. Fue entonces que, una tarde, al regresar del trabajo, lo encontré restregándose contra la pierna de una de mis hijas. Aquello no me hizo mucha gracia, así que lo agarré a patadas. Mi hija intentó detenerme, gritó que la culpa no era de Mr. Hemingway sino mía. Pero yo, como padre de familia, hice lo que tenía que hacer.
Los días siguientes fueron una sucesión de silencios; ninguna de mis hijas me dirigía la palabra, e incluso mi mujer evitaba hablar conmigo. Decidí no dar más importancia al asunto y dejar que el tiempo arreglara las cosas. Después de todo, tenía una carga muy pesada del trabajo y no podía distraerme con tonterías.
Por aquel entonces yo trabajaba en una importante empresa automotriz; dedicaba mi energía a solucionar los problemas de ingeniería inherentes a la producción de una nueva línea de coches, lo cual me exigía horas de esfuerzo constantes. Durante años había permanecido en esa empresa, con la esperanza de ser ascendido. Sin embargo, cada vez que se abría un puesto en el escalafón, era alguien más quien lo ocupaba, generalmente personas con menos experiencia y tiempo dentro de la compañía. A pesar de eso, no estaba dispuesto a desistir, pues estaba seguro de que el buen tiempo siempre llega a quien espera, a quien trabaja duro.
El día en que mi jefe se jubiló, convocaron a todos los empleados a una reunión urgente en la sala de conferencias. El motivo no era claro, pero entre los compañeros se escuchaba un rumor: ese día se anunciaría al afortunado que asumiría el puesto de autoridad. Sonreí. Crucé los dedos tras mi espalda (para que mis compañeros no se fueran a burlar) mientras caminaba a la sala de conferencias.
Al entrar, lo vi: sarcástico, presuntuoso, vestido con un trajecito nuevo hecho a la medida, Mr. Hemingway saludaba a sus nuevos subordinados.
—¿Cómo? —grité al llegar a casa—. ¿Cuándo?
Mis hijas corrieron a esconderse en sus habitaciones. Carol hizo lo posible por explicarme: Mr. Hemingway había asistido a la universidad durante las tardes, mientras yo trabajaba; se había graduado antes y con honores. Por insistencia suya, convinieron en no decirme nada, pues Mr. Hemingway quería darme una sorpresa grata.
Yo no podía dejar de gritar y maldecir. Aquella noche me dispuse a esperar a que el cabrón apareciera para confrontarlo. Llegó a las tres de la mañana; olía a whisky y tenía la mirada nublada, pero, aun así, no se le dificultó aplicarme una maniobra de judo y dejarme inconsciente sobre el piso.
A la mañana siguiente, cuando desperté, él ya se había marchado al trabajo. Era tarde; yo nunca había llegado tarde al trabajo. Me vestí con prisa, no tuve tiempo para bañarme o lavarme los dientes. Sabía que Mr. Hemingway, al ser mi jefe, podría llamarme la atención por no cumplir con el horario.
Cuando llegué a la empresa, Mr. Hemingway me llamó a su oficina. Los primeros segundos amenazó con amonestarme si continuaba con mi comportamiento errático. Después se quedó en silencio, se ajustó el cuello de la corbata y abrió un cajón. Tomó un documento de varias páginas y lo deslizó sobre el escritorio de roble.
—¿Qué es esto? —pregunté.
Mr. Hemingway, con los dedos entrecruzados, habló:
—Carol quería decírtelo en persona, pero creo que es mejor no dilatar las cosas.
—¿Me estás despidiendo?
—Lee el documento.
Hice lo que Mr. Hemingway dijo, bajé la vista, leí: “DEMANDA DE DIVORCIO”.
Dejé las hojas sobre el escritorio, me cubrí el rostro con el dorso de la mano, y comencé a llorar.
Mr. Hemingway se levantó, caminó alrededor de la habitación:
—Todo está arreglado. Las niñas están de acuerdo en que las visites una vez a la semana. También podrás verlas durante las vacaciones de verano. Pero debes irte de la casa antes de que termine el mes.
Me levanté, tomé la demanda de divorcio y volví a mi auto. Ya no importaba si me despedían, ya no importaba nada. Terminé de leer el documento mientras lloraba en una cantina.
Al anochecer, volví a casa y encontré mis maletas junto a la puerta. Consideré tomarlas y largarme, pero antes tenía que hablar con ella. Me dirigí a nuestra habitación. Mientras subía las escaleras escuché un ruido extraño que al principio no logré reconocer, pero que después, al acercarme, se volvió claro: era el ruido de la cama agitándose.
Abrí la puerta: encontré a Mr. Hemingway sacudiéndose sobre mi esposa.
¿Por qué, Carol?
Fui a la cocina y tomé el cuchillo más grande que vi. Regresé a la habitación. Antes de que Mr. Hemingway pudiera entender qué sucedía, lo apuñalé en el corazón. Carol gritó, desnuda, manchada de sangre, sobre la cama. Yo continué destajando el cuerpo de Mr. Hemingway sin prestar atención a nada más; quería que él dejara de existir, quería eliminarlo de la tierra y de la memoria de la tierra.
El sonido de las sirenas me trajo de regreso a la realidad. Carol había llamado a la policía. Ni siquiera intenté escapar, era inútil. Pero, aunque no opuse resistencia, los policías me golpearon hasta saciarse. Durante el juicio me declaré culpable. Ni Carol ni las niñas quisieron volver a verme. Ahora estoy aquí, tras estas rejas, rodeado de silencio y olvido. Y lo único que deseo es jamás haber sentido lástima por aquel cachorro perdido en la miseria.