
FROYLÁN ALFARO
Érase una vez un muchacho tan hermoso que se enamoró de su propio reflejo… El mito griego de Narciso, ese joven que, al ver su imagen en el agua, quedó tan fascinado que olvidó todo lo demás.
Vivimos, querido lector, en tiempos donde los espejos ya no son de agua, sino de cristal líquido y algoritmos invisibles. Hoy no nos reflejamos en ríos, sino en pantallas. Y lo que vemos allí no es realmente “nosotros”, sino una versión de nosotros creada por sistemas que han aprendido demasiado bien a decirnos lo que queremos oír.
Internet prometía ser un lugar donde veríamos más mundo, más perspectivas, más voces. Sin embargo, algo extraño ha ocurrido. Lo que prometía ser un balcón al universo se ha vuelto, para muchos, una habitación de espejos. Cada vez que buscamos una noticia, un video, una opinión, los algoritmos corren a servirnos lo que más se parece a lo que ya hemos visto antes. Como en el caso de Narciso, volvemos la mirada al reflejo, y ahí estamos nosotros, otra vez, reafirmados, intactos.
A esta trampa se le ha puesto nombre en filosofía: burbuja de filtro. La expresión fue popularizada por Eli Pariser en 2011 en su libro The filter bubbles, ahí advirtió que los sistemas automáticos que seleccionan el contenido en redes sociales y buscadores no sólo nos muestran cosas, sino que también nos ocultan. Nos aíslan en universos hechos a la medida, donde lo diferente queda fuera de cuadro. No se trata de una censura explícita, sino de una que privilegia lo que nos es familiar, lo que nos parece más cómodo.
Pero la historia no termina ahí. Cass Sunstein, otro pensador que se adelantó a diagnosticar este fenómeno, sostuvo que no sólo son los algoritmos los que nos aíslan, pues nosotros también colaboramos con entusiasmo. Como si estuviéramos decorando nuestra propia celda, elegimos seguir sólo a quienes piensan como nosotros, leer solo lo que confirma nuestras intuiciones, escuchar solo a quienes nos dan la razón. La burbuja se forma, sí, con máquinas, pero también con nuestras propias manos.
Y entonces aparece otro concepto, aún más inquietante: la cámara de eco. Si en la burbuja estamos aislados sin darnos cuenta, en la cámara de eco estamos atrapados porque hemos dejado de confiar en todo lo que viene de fuera. En estas cámaras, las voces ajenas ya no son sólo distintas, son sospechosas, peligrosas, falsas. No basta con salir a buscar otra información, ya que cualquier cosa que contradiga lo que creemos será descartada de antemano. El eco rebota, una y otra vez, amplificando lo que ya pensamos, endureciendo nuestras posturas, cerrando la puerta a la duda.
Es fácil ver esto en la vida diaria. Pensemos, por ejemplo, en alguien que cree firmemente en una teoría conspirativa. No importa cuántas pruebas se le presenten: si esas pruebas vienen de fuentes que no están dentro de su cámara de eco, serán tachadas de manipuladas. ¿Quién necesita verdad, cuando se tiene una comunidad que repite lo mismo con convicción?
Pero el fenómeno no es exclusivo de los extremos. Todos, en mayor o menor medida, participamos de esta dinámica. ¿Cuántas veces compartimos en redes una frase o imagen que “nos representa”? ¿Cuántas veces bloqueamos o ignoramos a quien opina distinto, no porque esté equivocado, sino porque “ya sabemos por dónde va”? Incluso cuando creemos estar explorando, seguimos mirando nuestro reflejo.
Y aquí volvemos a Narciso. El problema de Narciso no fue su belleza, sino su incapacidad de mirar más allá de sí mismo. Se perdió en su reflejo porque no supo distinguirlo del mundo real. Lo mismo nos ocurre cuando confundimos la personalización algorítmica con una representación del mundo. Lo que vemos en nuestras pantallas no es lo que hay afuera, es lo que un sistema, basado en nuestros hábitos, cree que queremos ver. Es nuestro reflejo, no la realidad.
Parece algo inofensivo, incluso útil, pero este encierro digital tiene consecuencias. Cuando sólo escuchamos una versión de los hechos, nuestra visión del mundo se vuelve más pobre, más rígida. Dejamos de aprender. Nos volvemos más desconfiados, más polarizados, más susceptibles al odio y la desinformación. Perdemos la capacidad de dialogar, porque ya no reconocemos al otro como alguien razonable, sino como una amenaza a nuestro pequeño universo coherente.
Aún así, como en todo mito, hay una enseñanza. Nosotros, si queremos evitar el destino que sufrió Narciso, tendremos que levantar la vista del espejo digital. Habrá que buscar lo diferente, lo incómodo, lo inesperado. Habrá que aprender a desconfiar, no del otro, sino de nuestra propia tentación de siempre tener la razón.
Quizá el antídoto contra la burbuja no sea sólo técnico, sino ético. Tal vez se trate de cultivar una virtud olvidada: la curiosidad honesta, la disposición a escuchar lo que no encaja, a cambiar de idea, a convivir con la incertidumbre. Solo así podremos romper el hechizo. Porque el mundo, querido lector, lo sabemos, empieza donde termina el espejo.