Por Marifer Martínez Quintanilla
“¿Cómo, en apenas un año que llevamos acá, has conseguido tener más de cien libros?”, me pregunta mi pareja mientras guardo en cajas de plástico la biblioteca. Es finales de agosto del año pasado, nos estamos mudando, y el peso de la mudanza, de los objetos y libros cae sobre mí; es aplastante. Tiene razón, no entiendo cómo, en tan poco tiempo, he construido una biblioteca. Además de los gastos de alquiler, servicios, despensa y todo lo demás que conlleva vivir y ser independiente, creo que mis ahorros se fueron en eso: en libros.
Estuve ahorrando, estrictamente ahorrando, desde el 2018. Ahorros para esto que no tiene forma ni suelo firme, pero sí nombre: emigrar. Salir de mi ciudad que no es pequeña, pero sí asfixiante. Salir de mi país. Hacer una vida en otro lugar. Ingenua yo que no me preparé para el duro golpe que sería emigrar a un país que creí que sería más amable, por no anticipar que la capital de España sería inmensa, preciosa y también hostil. Aunque, a decir verdad, no importa cuánto una se prepare, la realidad siempre es más voraz y diferente de lo que se prevé. Pero de vuelta a los libros.
Mis ahorros se fueron en gran proporción en eso. Cada semana pasaba a una librería, ya fuera a La Central de Callao, cuando aún estaba en su antigua ubicación, en el edificio-palacio, y compraba dos libros, o me iba a alguna otra por Chueca, Malasaña, Moncloa —donde además está la Juan Rulfo del FCE y me hacía sentir más cerca de casa— o por la estación Tirso de Molina, donde está el café al que casi siempre voy. Pero compraba libros principalmente allí, en La Central, que estaba a sólo cinco minutos de mi casa.
Desde que empezó la pandemia, tres meses después de graduarme, había vuelto a leer más y por gusto: más poesía, más ensayo, más narrativa, más libros. Y cuando la pandemia hizo evidente que mi proyecto se iba a postergar, decidí tomar parte de mis ahorros y hacerme un librero. Un librero a mi gusto, según las necesidades de mi biblioteca. Diseñé las medidas de cada cajón para que se ajustara al tamaño de algunos libros y revistas que eran más altos que el libro promedio, que abarcara casi todo el ancho de mi pared, que tuviera espacio para almacenar mis cuadernos y que pudiera, además, poner en cada cajón una taza y una planta. Aunado a esto, el librero lo construyó mi abuelo, un carpintero y pintor extraordinario. Ese librero guarda no sólo libros, también afectos.
Para mis padres hacerlo no tenía sentido: “A lo mucho lo tendrás durante un año y luego te vas”. Tenían razón, pero por lo pronto estaría ahí más tiempo, con mi biblioteca y quería que fuera tal como la quería.
Cuando hice las maletas me tocó hacer la selección de libros que me llevaría: libros para estudiar en el máster, libros de teoría a los que siempre vuelvo, libros que quiero releer, libros que aún no he tenido tiempo de leer y querré hacerlo estando allá. Libros para no llegar vacía.
Cada lectura recomendada, cada libro que salía a colación en clase o en conversaciones con mis amigas —todas brillantes y grandes lectoras— lo anotaba en mi cuaderno y pasaba a buscarlo. Y, de pronto, la biblioteca empezó a gestarse. No tenía un librero como tal en el piso anterior, era más un mueble de salón de estilo oriental —formado por repisas pequeñas que tenían un acabado de punta alzada en cada esquina, imitando un templo budista—. Así que la biblioteca se diseminaba en la mesa de centro del salón, en el escritorio, en el buró. Incluso en la mesa del comedor. Sumando, a todo esto, nuevas tazas y plantas.
Cuando tocó dejar ese piso y empacar para la mudanza, se hizo evidente que no habíamos —que yo no había— adquirido muchas cosas nuevas. Los muebles, todos, eran del piso; la vajilla, igual. De ropa no soy una gran acumuladora ni compradora, tampoco de zapatos, accesorios ni maquillaje —aunque de esto último alguna vez lo fui—. Todo lo que empaqué, en realidad, eran objetos personales. Libros incluidos. Cuando mi pareja me hizo esa pregunta, que cómo había hecho para armar una biblioteca en apenas un año sin saber si estaríamos aquí más tiempo, mi respuesta fue inmediata: Mi casa está donde están mis libros.
No es una declaración menor.
Desde pequeña fijé una relación cercana, casi obsesiva, con la casa, los objetos, las cosas dispuestas en un lugar específico por un motivo particular. Hace poco me encontré en este poema de Roberto Juarroz: “Mi mirada me espera en las cosas, / para mirarme desde ellas / y despojarme de mi mirada […] Y las cosas se apoyan en mí, / como si yo, que no tengo raíz, / fuera la raíz que les falta”. No hay mucho más que agregar a lo que Juarroz ha enunciado tan bien.
En abril Gabriel e Inés me obsequiaron un libro, Tengo miedo torero del escritor chileno Pedro Lemebel. Mi emoción fue tanta, les agradecí por regalarme un libro que me parece increíble. La cara de Gabriel se descompuso y miró acusador a mi pareja: “Dijiste que no lo tenía”. Mi pareja exclamó sorprendido: “¡No lo tiene! Lo busqué en el librero y no estaba”. Sin demora, respondí que yo tengo dos libreros, el mexicano y el madrileño. Poco a poco he ido mudando los libros de México al librero de Madrid, pero por ahora continúo teniendo dos libreros, dos casas. La primera, consolidada; la segunda, en lenta construcción.