
FROYLÁN ALFARO
Querido lector, acompáñame a imaginar que la filosofía es la madre de todas las ciencias, una figura venerable y sabia que ha nutrido desde la antigüedad a incontables disciplinas con el regalo del pensamiento. Que sin filosofía no habría física, no habría historia, no habría nada. ¡Qué imagen tan maternal!
De igual manera, recordemos aquella imagen clásica: el filósofo en su escritorio, rodeado de polvorientos libros, absorto en su meditación sobre las grandes preguntas de la existencia mientras el mundo real se desenvuelve indiferente a su alrededor. Este pensador bien podría ser un contemporáneo, con una taza de café en mano, mirando por la ventana en lugar de preocuparse por los problemas inmediatos.
Si repasamos la tradición, veremos que se presenta a la filosofía como el origen de todo saber. Platón y Aristóteles fueron, en su tiempo, considerados los cimientos sobre los que se edificaría el conocimiento. Sin embargo, el avance de la ciencia ha puesto en duda esa pretensión. Hoy, muchos científicos y matemáticos se mueven a gran velocidad entre datos, experimentos y teorías cuantificables, dejando atrás el lento discurso abstracto y a veces impreciso de la filosofía.
Entonces, ¿cuál es la función de la filosofía? Pensemos en una persona sentada en un parque, absorta en sus pensamientos. Esa imagen que podría parecer de inactividad es un ejemplo perfecto de lo que significa el ocio productivo. Mientras el trabajador se apresura a cumplir con sus obligaciones y el científico corre tras la próxima innovación, el filósofo se da el lujo (en el sentido más innecesario del término) de detenerse, de cuestionar lo que se da por sentado y de explorar horizontes que, de otro modo, quedarían relegados. Es en este espacio de quietud y de reflexión donde surgen las preguntas más profundas: ¿Qué es la verdad? ¿Qué sentido tiene la existencia? ¿Por qué las cosas son como son?
Estas preguntas, inútiles como parecen, tienen un valor. Porque si bien la ciencia nos ofrece herramientas para manipular el mundo, la filosofía nos enseña a comprenderlo, a darle un significado más amplio. Es un poco como la diferencia entre saber cómo funciona una bicicleta y preguntarse qué es lo que impulsa al ciclista a recorrer ciertos caminos. Ambos puntos de vista son importantes.
Además, la filosofía parece una actividad inherente al ser humano. No es raro encontrar individuos que, sin ser filósofos en el sentido estricto o académico, practican una forma de reflexión constante. La persona que, en lugar de limitarse a repetir modas o clichés, se toma el tiempo para analizar las implicaciones de sus acciones y decisiones, está haciendo filosofía. Pues, al igual que un buen café por la mañana, la reflexión nos despierta, nos prepara para enfrentar los desafíos diarios y nos muestra una perspectiva más rica y compleja del mundo.
Sin embargo, es importante recordar que el filósofo no es superior a otros pensadores. Ni el científico, ni el historiador, ni el poeta pueden reclamar la exclusividad en la búsqueda de la verdad. Cada uno, desde su ámbito, aporta una pieza al mosaico del conocimiento. El filósofo no es ni más ni menos importante que aquel que, armado con un microscopio, descubre nuevos mundos en el seno de lo minúsculo. Todos son esenciales para que la humanidad avance, cada uno aportando una perspectiva diferente, complementaria y, en muchos casos, sorprendentemente necesaria.
Es esta diversidad de miradas lo que enriquece. En el bullicio de la actualidad, donde la eficiencia y la productividad parecen ser los únicos valores aceptables, es necesario recordar que el tiempo de la contemplación, ese que muchos llaman ocio, es tan indispensable como el tiempo de la acción. No se trata de renunciar al progreso o a la innovación, sino de equilibrar la carrera frenética del día a día con momentos de reflexión que, sin duda, nos permiten ver el panorama completo.
Lejos de ser una actividad inútil o un simple refugio para los vagos, la filosofía es una labor esencial que nos ayuda a cuestionar lo establecido, a entender las raíces de nuestro pensamiento y, sobre todo, a no conformarnos con respuestas fáciles.
La filosofía, aunque no nos guste aceptarlo, no es la madre omnipotente de las ciencias, sino una compañera de viaje que nos ayuda a ver el mundo con ojos críticos y a valorar la diversidad del conocimiento. Al fin y al cabo, cada uno de nosotros, en nuestra cotidianidad, necesita ese pequeño espacio de inactividad que nos permita saborear la vida sin prisas.