FROYLÁN ALFARO
Una de las grandes preocupaciones de la humanidad desde siempre ha sido la muerte. Nos aterra su inevitabilidad, su misterio, y la imposibilidad de experimentar o relatarla de primera mano. A lo largo de la historia hemos inventado narrativas, religiones y filosofías que intentan suavizar el golpe que implica su llegada. La idea de un paraíso eterno o de una reencarnación son respuestas a ese temor profundo. Buscamos asegurarnos de que, en algún sentido, la muerte no sea realmente el fin, sino un paso hacia algo más. Y es en la filosofía donde encontramos una confrontación más directa con la muerte. Platón, en particular, nos dice que “filosofar es prepararse para morir”.
Pero, ¿qué significa realmente prepararse para morir? Platón no sugiere que vivamos con una obsesión constante por la muerte. Al contrario, nos invita a meditar sobre la finitud de nuestra existencia para poder vivir con sabiduría. La filosofía, según Platón, nos ayuda a entender que la muerte no es algo a lo que debamos temer, sino una realidad con la que debemos reconciliarnos. En este sentido, pensar en la muerte es también pensar en cómo queremos vivir.
Sin embargo, está idea contrasta con la forma en que muchas culturas abordan la muerte, intentando evadirla o suavizarla. Epicuro, por ejemplo, ofreció una respuesta famosa: “Cuando estamos, la muerte no está; cuando la muerte está, nosotros no estamos”. Para él, la muerte no debería preocuparnos, ya que jamás la experimentamos directamente, al menos no la nuestra. La muerte es siempre algo ajeno. La muerte y la vida son mutuamente excluyentes. Pero contradecimos de manera fascinante esta postura a través de la celebración del Día de Muertos.
En el Día de Muertos no sólo recordamos a seres queridos que han fallecido, sino que celebramos su presencia simbólica en el mundo de los vivos. Las almas de los muertos, según la creencia, regresan al mundo terrenal por un día para compartir con sus familiares. Lejos de ver la muerte como una frontera infranqueable, construimos un puente entre el mundo de los vivos y el de los muertos, desafiando así la afirmación de Epicuro. En este día, la muerte y la vida no se excluyen; convergen y dialogan.
Esta celebración no es simplemente un ritual festivo, pues encierra una profunda lección filosófica. Vladimir Jankélévitch, en su obra La muerte, subraya la imposibilidad de comprender plenamente lo que la muerte significa. Es lo más natural, pues todos vamos a morir, pero al mismo tiempo lo más incomprensible, porque no podemos conocerla y experimentarla como lo hacemos con otros fenómenos. Ante este vacío de sentido, la respuesta mexicana es un acto de integración: en lugar de rechazar la muerte o temerla, se le da un lugar en la vida.
En este sentido, el Día de Muertos parece ofrecer una alternativa a las filosofías que buscan huir del pensamiento sobre la muerte. Mientras que muchas corrientes filosóficas, como el epicureísmo, nos dicen que no debemos preocuparnos por la muerte, esta celebración nos invita a enfrentarnos a ella y reconocer su papel en nuestras vidas. No se trata de una simple aceptación resignada, sino de una convivencia activa con la idea de la muerte. Cada altar, cada ofrenda, cada calaverita de azúcar y cada flor de cempasúchil simbolizan una manera de mantener vivos a los muertos en la memoria y en la comunidad. La muerte, en lugar de ser un fin absoluto, se convierte en una transición hacia otro estado de presencia, una que aún participa en la vida.
Como se dijo, esta relación es también un ejercicio filosófico. Si la filosofía es una preparación para la muerte, como dijo Platón, el Día de Muertos es un ejemplo claro de cómo una cultura puede, colectivamente, filosofar sobre la muerte. Al integrar la muerte en la vida, se supera el temor y la angustia que provoca su inevitabilidad. Vivimos mejor cuando reconocemos que la muerte está siempre presente, no como un enemigo, sino como una compañera que nos recuerda el valor de cada momento.
Esta actitud trae consigo algunas preguntas: ¿Estamos realmente preparados para aceptarla como parte de nuestra existencia? ¿O seguimos aferrados a la ilusión de que es algo lejano y ajeno? Al menos el Día de Muertos la respuesta parece clara: la muerte no es negada ni ignorada, sino celebrada y reconocida como parte del ciclo de la vida. La filosofía de prepararse para morir se transforma en una celebración de la vida misma, entre ofrendas, pan de muerto y olor a copal.
Pensar la muerte de este modo, es también pensar la vida de una forma más plena, es reconocer nuestra finitud. Es una invitación a vivir de manera más consciente, apreciando cada instante ¿Qué opina usted al respecto, querido lector? ¿A quién dedicará su altar este Día de Muertos?