CARLOS FLORES
Alargué la mano para desactivar el despertador. Nunca como hoy había sentido tanto los efectos de la cruda. La cabeza me deba vueltas y sentía que algo dentro de ella zumbaba y revoloteaba como un murciélago desorientado. Lo más seguro es que la mezcla de whisky, tequila y mota hicieron destrozos irremediables en mis neuronas, sin mencionar la infame música que Roberto puso en el auto.
De pronto, algo vino a mi mente, al ver la sangre en mis zapatos, recordé aquella cara pateada y esos dientes que saltaron por la banqueta y tuve miedo. ¿Y si la policía daba con nosotros? Lo más seguro es que nunca lo hiciera, pues en nuestra ciudad, sino es que en todo el país, la policía se caracteriza por ser inepta y estúpida. Digo, ¿qué se puede esperar de unos sujetos que no terminaron ni la secundaria y que ganan unos mil quinientos pesos a la semana? Sin embargo, limpié los zapatos.
En realidad, no sé si fue la culpa o fue el miedo a que me descubrieran, pero de pronto sentí que las cosas estaban realmente mal. Pensé en llamar a mi cómplice, pero me detuve. Tal vez el haber leído tanta novela negra activaba en mí un sentido de alarma, una especie de prevención paranoica me impedía hacer algo.
Me preguntaba si la resaca era por los estupefacientes o por el homicidio.
Llegaron a mi mente las líneas de Crimen y castigo y de repente me sentí como un estúpido Raskolnikov a punto de entregarme por algo de lo que ni siquiera estaba seguro de cómo pasó. También El extranjero acudió a mi mente, pero la apatía no es mi fuerte, así que opté por salir de casa y enfrentar los hechos.
Zacatecas es una ciudad que muchos turistas y escritores refieren como mágica y llena de pasado e historia. La realidad es que es una ciudad aburrida, llena de gente tonta y superficial, que juega a ser culturosa e intelectual. La mayoría de la gente que conozco se jacta de ser artista o, mínimo, artesana. Los artistas resultan ser una bola de esquizofrénicos y los artesanos una bola de zánganos. Aunque, a decir verdad, dentro de todos ellos hay uno o dos elementos rescatables: una vez leí un cuento inspirado por una serie de instantáneas que no tenía comparación.
En fin, salí a las calles. La puerta de mi casa está situada a la mitad de una calle que mis coterráneos llaman la calle de abajo. Eso de llamar casa al lugar donde vivo es un decir, pues no es más que una puerta con una escalera que conduce a un piso, al cual llamarlo superior sería mucho, pues está entre la primera planta y la segunda de una casa estilo colonial. Parece más bien una guarida, un error de diseño. Tiene tan sólo un metro y ochenta centímetros de altura, lo que quiere decir que yo apenas quepo de pie. Eso sí, tiene un balcón genial, en donde puedo salir y fumarme un churro mientras veo a los moralistas zacatecanos pasar, quienes al detectar el olor no pueden evitar voltear hacia mí y hacer cara de reproche.
Como sea, salí de ese cuchitril para buscar a Martín, pero antes de eso, entré a una cantina de mala muerte situada en la misma calle, que, aunque ya fue disfrazada de un bar de culturosos, no es más que eso, una cantinucha. Eso sí, ahí se sirve la cerveza a la temperatura adecuada, aunque no sé que carajos significa eso. Una vez leí o escuché que la cebada debería servirse a una temperatura exacta, y me imaginó que la de ese lugar la tenía, pues siempre me sabía gloria. Al beber la chela no vino a mi mente más que las ganas de orinar, y de lo de la noche anterior, nada. Pero al estar orinando vino a mí una imagen como un flashazo, como el efecto hollywoodense de las películas de suspenso, en donde aparece una imagen fugaz y un sonido de música de horror. Y entonces un espantoso rostro se dibujo, el rostro de alguien que con furia trataba de reclamarme el haberle quitado el privilegio de vivir entre los mortales y comencé a recordar.
Era tarde y traíamos encima dos botellas de whisky, media de ron y un número impreciso de cervezas. Martín y yo habíamos abandonado el vocho de Roberto porque le dio el delirio de poner música norteña, alegando que el teclado del acordeón de un tipo de Linares sonaba casi tan majestuoso como un requinto de Hendrix. En realidad, hay cierto encanto en ese sonido, pero por alguna razón que desconozco me hace sentir vacío, pues me recuerda un lugar oscuro y húmedo, con olores a sexo y orines que alguna vez visité y que anulé en mi mente por razones que desconozco. En fin, Martín, auténtico seguidor del metal, me siguió. No sé si por eso o porque yo era el que disparaba los alipuses.
Me sentía mareado por los influjos de la bebida, pero la rabia me subía por las venas y quería seguir tomando. Desde que ella me abandonó y me prohibió ver a mi hijo, las cosas que pasaban por mi mente distaban mucho de ser agradables. Se había llevado con mi familia, mis ganas de trabajar, de crear, de pintar. No entendía la imperiosa necesidad que tenía de tenerla a ella y a Luisito cerca para sentirme llenó, para poder trabajar, aunque eso implicara no dedicarles tiempo. Y ahora que no la tenía, no tenía nada.
La noche era agradable, fresca sin llegar a ser fría, y arriba la luna brillaba a medias con un cielo apacible. Martín no decía nada, me seguía como perro faldero con el rostro estupidizado por el alcohol, y me dio coraje verme en esa situación, pues sabía que no me lo quitaría de encima. Hubiera deseado que mi espíritu estuviera como la noche, pero dentro de mí el clima era ardiente y no brillaba nada más que el deseo de venganza.
Entonces lo vi venir, era un tipo corpulento con cara de judicial, el cual caminaba como si fuera el amo del mundo por la misma banqueta que nosotros, sin importarle que estuviéramos justo frente a él. Todo sucedió en cuestión de segundos. No sé porque razón no me hice a un lado, y él estaba menos dispuesto que yo a moverse. Pasó como un leviatán, empujándome con su cuerpo. Me volví enfadado y alcance a ver como Martín sí se apartaba de su trayectoria. Sin pensarlo, me arrojé hacia él y con una furia animal le di una patada en la cabeza que lo hizo perder el equilibrio. El monstruo se dio la vuelta y me tiró un manotazo que resonó en mi cabeza y por un momento me hizo ver puntos amarillos, pero Martín reaccionó y le dio una patada en los huevos que lo alcanzó a doblar. Aproveché el instante y le di una patada en la cara que lo hizo caer. Luego de esa patada vinieron otras, muchas más, no sólo mías sino también de Martín. Lo pateamos hasta que nos cansamos. Vi la sangre saltar de su rostro, junto con algunos de sus dientes. Y aunque mis ojos veían eso, en mi mente sólo estaba ella, que se había llevado mi vida, lo que hacía que arremetiera con más fuerza. Hasta que Martín se hizo hacia atrás y me veía con ojos de horror mientras jadeaba como perro. Su mirada iba de mí hacia el tipo que yacía en el piso y de repente gritó “ya déjalo, wey, vámonos antes de que nos lleve la chingada”. Nos fuimos corriendo y en un impreciso momento cada quien tomó un rumbo diferente.
Cuando acabé de orinar los recuerdos también cesaron. Regresé a mi mesa y pedí otra cerveza. Por alguna extraña razón, el miedo que había sentido antes desapareció, junto con el odio que le tenía a Cristina. Si se quería ir, pues allá ella. Además, me dejaba el campo libre para llegarle a María. A Luís ya lo vería los fines de semana y compensaría, como buen padre, el tiempo perdido con regalos. Seguramente el tipo de ayer debía ya muchas, y lo que le pasó le pasó por wey, por hacérsela de pedo a dos borrachos que ni conocía.
Llegué a mi remedo de casa y me puse a pintar. Los efectos de la cruda se habían ido gracias a las dos claritas a la temperatura adecuada que me zampé. Nunca como entonces, sentí en mi tanta creatividad. No cabe duda que hay cosas mejores que el sicoanalista para resolver los pedos internos.