Por Eduardo Martín Piedra Romero
Recién me encontraba con algunas amistades en una reunión, platicábamos de todo un poco mientras esperábamos a alguien. En eso, uno de los asistentes espetó: “¿Y sí va a venir ese puto?” Naturalmente, entre risas, acordaron esperarlo. A la par yo pensé: ¿Es acaso débil alguien u homosexual por llegar tarde? La respuesta obvia es no. Podríamos asumir varias situaciones que retrasarían a nuestro invitado, pero eso no lo vuelve directamente puto y, mucho menos, digno de un calificativo tan grande.
Cuando llegó, varios de los ahí reunidos establecieron una serie de juegos de palabras con un sentido sexual, donde quien llegó tarde resultaba débil, pasivo, sometido y hasta penetrado por los demás. Cuando las risas se disiparon continuamos con la charla con un tema más ameno para todos. Pero a mí me quedó el sinsabor del albur, porque más de una ocasión he sido yo —o alguien quien es percibido como débil— la víctima.
La anterior escena es quizá de las cosas más comunes experimentadas en México. Acá, y tal vez en buena parte de Latinoamérica, usamos la palabra puto en múltiples contextos: en el fútbol, en las canciones, para expresar enojo o queja, para hablar de la promiscuidad de alguien, para ridiculizar, con el afán de retar o presionar a alguien para que realice cierta acción, para decir que alguien es homosexual. Es una palabra de uso indistinto, donde, a pesar de ser usada en diversas situaciones, la connotación siempre será de debilidad, de degradación y de homosexualidad. Es como si la palabra misma fuera un contexto.
Bajo esa lógica, lo opuesto a ser puto debe/debería ser alguien valiente, determinado, dominante y heterosexual. Pues un hombre, como identidad, se constituye a partir de la negación de aquello de lo que se mofa: la debilidad y pasividad ante los otros, incluido el sexo. Los hombres se han negado a la vulnerabilidad, a las tareas del hogar, a los cuidados y al placer donde ellos no tomen un rol activo.
Si lo pensamos un poco, es a través del uso de las palabras que construimos una idea del mundo. Este proceso responde directamente a nuestro bagaje histórico, cultural, social y político. Latinoamérica, por decirlo llanamente, tiene raíces profundas del cristianismo más ortodoxo que niega el disfrute del cuerpo y la homosexualidad. Por lo que resultaría esperado que, como herencia, mediante el lenguaje, sigamos degradando todo aquello que no encaja con nuestra herencia. Además, en la región la influencia política venida de Europa tiene una lógica democrática que excluye. Desde la Grecia antigua y hasta entrado el siglo XIX las mujeres, los homosexuales, las personas que viven con discapacidad y los indígenas eran sujetos de segunda categoría y no poseían ciudadanía.
Es decir que, mediante el uso constante de la palabra puto, recordamos la existencia de una condena moral y de reproche hacia la debilidad masculina y una constante declaración de exterminio hacia la homosexualidad. Cada vez que decimos puto no sólo estamos degradando a alguien —incluso en el sentido humorístico—, sino que traemos a nuestros labios todos los siglos de cacería y discriminación contra una orientación sexual, independientemente del contexto.
Decir puto es un ejercicio horrendo en el juego de la hombría que busca poner a alguien en ventaja a costa de la debilidad de otro. Es una cadena, disfrazada de humor, que recuerda lo “terrible” de la homosexualidad, que en fechas como esta (el mes del orgullo LGBTQ+) resulta importante reflexionar y combatir.